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CUENTOS NAVIDEÑOS PARA ADULTOS Y NO RELIGIOSOS

cuentos navideños

Los cuentos navideños son una tradición que puede retomarse a la hora de la gran cena durante Noche Buena. Para recordar nuestras vivencias en fiestas pasadas y sentir el espíritu de la Navidad. La mayoría de las veces las historias traen un mensaje implícito, que puede ayudarte a reflexionar sobre ciertos temas y a entender profundamente las tradiciones durante esa época.

A continuación te compartimos una selección de 5 cuentos navideños dirigidos a un público más adulto que busca relatos con magia pero no implicados con la religión. Tenemos clásicos como el Grinch, el Cascanueces y hasta un cuento escrito por los famosos Hermanos Grimm. Puedes elegir el que sea, te aseguramos que lograrás un buen ambiente en la mesa de Navidad y a la hora de recordar épocas pasadas en familia.

El Cascanueces

El granjero Stahlbaum y su señora celebraban una fiesta de Navidad. Los niños de la familia, Clara y su hermano, estaban muy contentos con la llegada de las fiestas. Esperaban con impaciencia al mago Drosselmeyer, su tío favorito, un fabricante de juguetes que siempre llegaba con alguna novedad.

El mago llegó con su sobrino, Fritz, y una gran caja de sorpresas de la que fueron saliendo sucesivamente un soldado bailarín, una muñeca y un oso polar con su cría. Clara quería quedarse con la muñeca, pero su madre le explicó que era imposible.

La niña comenzó a llorar desconsoladamente y finalmente Drosselmeyer, sintiendo pena de la niña, la sorprendió con un regalo especial: un gran cascanueces de madera. Por otro lado, su hermano recibió como regalo al Rey de los Ratones. ¡Qué contentos estaban los pequeños con sus juguetes nuevos!

Las horas pasaron y los invitados a la fiesta navideña de los Stahlbaum se fueron a sus casas. Pero, antes de irse a la cama, Clara bajó en silencio hasta el salón para darle las buenas noches a su querido Cascanueces, que esperaba junto al árbol de Navidad. La pequeña, cansada después de tanta celebración, se quedó dormida allí mismo y empezó a soñar que los juguetes cobraban vida a su alrededor.

Cuál fue su sorpresa cuando apareció el Rey de los Ratones y su banda de roedores y empezaron a aterrorizar a la niña. Pero de pronto llegaron los soldaditos de juguete comandados por el Cascanueces para defender a Clarita. Fritz, el sobrino del mago, les ayudó como capitán de artillería. ¡Menos mal que estaban allí para ayudarla!

Sin embargo los roedores, armados con las mejores pistolas de juguete, comenzaron a ganarles terreno poco a poco. ¡Así que Clara también pasó a la acción! Se armó de coraje y lanzó una de sus zapatillas al Rey de los Ratones. ¡Consiguió derribarlo! Momento que el Cascanueces aprovechó para asustarlo a él y al resto del ejército de ratones, que huyeron.

Fue entonces cuando el Cascanueces se transformó en un hermoso príncipe e invitó a Clara y a Fritz a un viaje a través del bosque encantado. Al llegar allí, se encontraron con el rey y la reina de las nieves quienes bailaron para ellos junto a los copos de nieve. ¡Qué espectáculo más hermoso! La danza poco a poco se fue convirtiendo en un torbellino que finalmente impulsó al trineo, con el príncipe, Clara y Fritz a bordo, hacia un lugar lleno de magia.

Cuando la niña abrió los ojos, pudo ver que el cascanueces seguía esperando bajo el árbol de Navidad. Sin embargo, y aunque Clara sabía que no era posible, estaba segura de que ahora el juguete sonreía más que antes.

CUENTOS DE NAVIDAD PARA LEER EN NOCHE BUENA CON LOS NIÑOS

El hombre de jengibre

Érase una vez, una mujer viejecita que vivía en una casita vieja en la cima de una colina, rodeada de huertas doradas, bosques y arroyos. A la vieja le encantaba hornear, y un día de Navidad decidió hacer un hombre de jengibre. Formó la cabeza y el cuerpo, los brazos y las piernas. Agregó pasas jugosas para los ojos y la boca, y una fila en frente para los botones en su chaqueta. Luego puso un caramelo para la nariz. Al fin, lo puso en el horno.

La cocina se llenó del olor dulce de especias, y cuando el hombre de jengibre estaba crujiente, la vieja abrió la puerta del horno. El hombre de jengibre saltó del horno, y salió corriendo, cantando:

– ¡Corre, corre, tan pronto como puedas! No puedes alcanzarme. ¡Soy el hombre de jengibre!

La vieja corrió, pero el hombre de jengibre corrió más rápido. El hombre de jengibre se encontró con un pato que dijo:

– ¡Cua, cua! ¡Hueles delicioso! ¡Quiero comerte!

Pero el hombre de jengibre siguió corriendo. El pato lo persiguió balanceándose, pero el hombre de jengibre corrió más rápido. Cuando el hombre de jengibre corrió por las huertas doradas, se encontró con un cerdo que cortaba paja. El cerdo dijo:

– ¡Para, hombre de jengibre! ¡Quiero comerte!

Pero el hombre de jengibre siguió corriendo. El cerdo lo persiguió brincando, pero el hombre de jengibre corrió más rápido. En la sombra fresca del bosque, un cordero estaba picando hojas. Cuando vio al hombre de jengibre, dijo:

– ¡Bee, bee! ¡Para, hombre de jengibre! ¡Quiero comerte!

Pero el hombre de jengibre siguió corriendo. El cordero lo persiguió saltando, pero el hombre de jengibre corrió más rápido. Más allá, el hombre de jengibre podía ver un río ondulante. Miró hacia atrás sobre el hombro y vio a todos los que estaban persiguiéndole:

– ¡Paa! ¡Paa! – exclamó la vieja

– ¡Cua, cua! – graznó el pato

– ¡Oink! ¡Oink! – gruñó el cerdo

– ¡Bee! ¡bee! – baló el cordero

Pero el hombre de jengibre se rió y continuó hacia el río. Al lado del río, vio a un zorro. Le dijo al zorro:

– He huido de la vieja y el pato y el cerdo y el cordero. ¡Puedo huir de ti también! ¡Corre, corre, tan pronto como puedas! No puedes alcanzarme. ¡Soy el hombre de jengibre!

Pero el zorro astuto sonrió y dijo:

– Espera, hombre de jengibre. ¡Soy tu amigo! Te ayudaré a cruzar el río. ¡Échate encima de la cola!

El hombre de jengibre echó un vistazo hacia atrás y vio a la vieja, al pato, al cerdo y al cordero acercándose. Se echó encima de la cola sedosa del zorro, y el zorro salió nadando en el río. A mitad de camino, el zorro le pidió que se echara sobre su espalda para que no se mojara. Y así lo hizo. Después de unas brazadas más, el zorro dijo:

– Hombre de jengibre, el agua es aun más profunda. ¡Échate encima de la cabeza!

– ¡Ja, Ja! Nunca me alcanzarán ahora rió el hombre de jengibre.

– ¡Tienes la razón! chilló el zorro.

El zorro echó atrás la cabeza, tiró al hombre de jengibre en el aire, y lo dejó caer en la boca. Con un crujido fuerte, el zorro comió al hombre de jengibre.

La vieja regresó a casa y decidió hornear un pastel de jengibre en su lugar.

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Cómo el Grinch robó la Navidad (Dr. Seuss)

A cada Quien en la Villa de los Quién le gusta mucho la Navidad… ¡Pero al Grinch, quien vive al norte de la Villa de los Quién NO le gusta!
¡El Grinch odiaba Navidad! ¡Todo lo relacionado a la Navidad! Ahora, por favor, no preguntes por qué. Nadie sabe con certeza la razón. Podría ser que su cabeza no estuviera bien «atornillada». Podría ser, tal vez, que sus zapatos apretaran demasiado. Pero yo pienso que la razón más probable de todas podría haber sido que su corazón era dos veces demasiado pequeño.

Pero, cualquiera fuera la razón, su corazón o sus zapatos, se paró allí en Noche Buena, odiando a los Quienes, mirando fijamente hacia abajo desde su cueva con amargura, con el entrecejo fruncido hacia las cálidamente iluminadas ventanas del pueblo. Porque sabía que cada Quien en la Villa de los Quién estaba ocupado en ese momento en colgar una corona de muérdago. 
«¡Y están colgando sus medias!» gruñó con una mueca. «¡Mañana es Navidad! Ya casi está aquí». Luego, rezongó golpeteando sus amargados dedos nerviosamente. «DEBO encontrar una forma de evitar que la Navidad llegue»
Porque, mañana, el sabía… todos los Quien niñas y niños se despertarían muy de mañana. ¡Correrían hacia sus juguetes! y ¡Entonces! Oh, ¡El ruido! ¡Ruido! ¡Ruido! ¡Ruido! ¡Eso era lo que odiaba! ¡El RUIDO! ¡RUIDO! ¡RUIDO! ¡RUIDO!
Luego los Quienes, jóvenes y viejos, se sentarían ante un banquete. ¡Y festejarían! ¡Y festejarían! ¡Y FESTEJARÍAN!

Festejarían con Quien-budín, y la extraña bestia Quien-asada que era algo que el Grinch, como mínimo, no podía soportar.
¡Y ENTONCES, harían algo que a él le gustaría aún menos! Cada Quien en la Villa de los Quién, el alto y el bajo, se pararía uno bien cerca del otro, con campanillas de Navidad repiqueteando. Se tomarían de las manos. ¡Los Quienes comenzarían a cantar! ¡Cantarían! ¡Y cantarían! 

Y cuanto más pensaba el Grinch en el Quien-canto de Navidad, más pensaba el Grinch «¡Debo terminar con todo esto! ¡Porque ya lo he soportado por cincuenta y tres años! ¡DEBO evitar que llegue Navidad! … Pero ¿Cómo?»
Entonces tuvo una idea. ¡Una idea horrible! ¡EL GRINCH TUVO UNA MARAVILLOSA, HORRIBLE IDEA!
«Ya sé exactamente cómo hacerlo!» El Grinch rió con la garganta. Y confeccionó rápidamente un sombrero y un abrigo de Santita Claus. Y rió y cloqueó, «¡Qué gran truco amargado! Con este abrigo y este sombrero, me parezco a San Nico. Todo lo que necesito es un reno…»

El Grinch miró a su alrededor. Pero, como los renos eran escasos, no había ninguno para ser encontrado. ¿Detuvo aquello al viejo Grinch…? ¡No! El Grinch simplemente dijo «Si no puedo encontrar un reno, ¡fabricaré uno!» Por lo que llamó a su perro, Max. Luego tomó un hilo rojo y ató un gran cuerno sobre su cabeza. A continuación, cargó algunas bolsas y algunos viejos sacos vacíos en un trineo destartalado y lo amarró al viejo Max. 
Entonces el Grinch dijo «¡Adelante!» y el trineo comenzó a bajar hacia los hogares del pueblo en los cuales los Quienes dormían. Todas las ventanas estaban oscuras. La nieve calma llenaba el aire. Todos los Quienes soñaban dulces sueños sin preocupación.

Llegó a la primera casita de la cuadra. «Esta es la parada número uno», silbó el Claus amargado, y trepó al techo con bolsas vacías en su puño. Luego se deslizó por la chimenea. Un sitio una pizca estrecho. Pero, si Santa puede hacerlo, así puede el Grinch. Se atoró solamente una vez, por uno o dos momentos. Después se atoró la cabeza en la salida de la chimenea donde las pequeñas Quien-medias colgaban en fila. «¡Estas medias» sonrió «son lo primero en irse!»
Luego se deslizó y escabulló por toda la habitación con la sonrisa más desagradable de todas y se llevó cada uno de los presentes. Pistolas de juguetes, bicicletas, patines, tambores, tableros de damas, triciclos, pochoclo y ciruelas.

Los metió en bolsas. Ágilmente, el Grinch metió todas las bolsas, una por una, en la chimenea.
Después, se escabulló hacia la heladera. ¡Tomó el banquete de los Quienes! ¡Tomó el Quien-budín!¡Tomó la bestia asada! Vació toda la heladera tan rápido como un rayo. ¡Incluso se llevó la última lata de Quien-cholate!
Metió toda la comida en la chimenea lleno de júbilo. «Y AHORA» gruñó el Grinch «Me ocuparé del árbol»
Y el Grinch tomó el árbol y comenzó a empujarlo cuando escuchó un ruidito como el «cuu» de una paloma. Se dio vuelta rápidamente y vio ¡un Quien diminuto! La pequeña Cindy-Lou Quien, que no tendría más de dos.

El Grinch había sido atrapado por la pequeñita hija de algún Quien que se había levantado de la cama por un vaso de agua fría. Miró al Grinch y dijo «Santita Claus, ¿Por qué?, ¿Por qué te llevas nuestro árbol de Navidad? ¿POR QUÉ?
Pero, sabes, aquel viejo Grinch era tan listo y tan astuto que pensó una mentira y la pensó muy rápido.
«Porque, mi querida nenita», el Santita Claus falso mintió, «Hay una luz en este árbol que no encenderá de un lado. Por eso, lo llevo a mi taller, mi querida. Allí lo arreglaré y luego lo traeré de regreso».
Y esta mentira engañó a la niña. Entonces, le acarició la cabeza, le consiguió la bebida y la envió a la cama. Cuando Cindy-Lou Quien fue a la cama con su vaso, él fue a la chimenea y metió el árbol.

Lo último que tomó fue el tronco para el fuego. Luego subió por la chimenea, el viejo mentiroso. En sus paredes no dejó nada más que ganchos y algunos cables. Y la única partícula de comida que dejó en la casa, fue una miga demasiado pequeña incluso para un ratón.
A continuación, hizo lo mismo en las otras casas de los Quienes y dejó migajas aún más pequeñas para los ratones de los Quienes.

Era un cuarto pasado el amanecer…         Todos los Quienes estaban aún en la cama,         Todos los Quienes aún dormían,Cuando llenó su trineo, ¡lo llenó con sus regalos!¡Sus cintas! ¡Sus envoltorios! ¡Sus etiquetas!¡Y sus guirnaldas! ¡Sus adornos! ¡Sus ornamentas!
¡Trescientos pies hacia arriba! Viajó con su carga hacia la cima del monte Crumpit para deshacerse de ella.
«¡Bah-bah a los Quienes!» zumbaba amargamente. «Ahora están descubriendo que ninguna Navidad llegará. Se están despertando. Y sé justo qué harán. Se quedarán con la boca abierta un minuto o dos. Luego los Quienes de la Villa de los Quién llorarán Bu-ju.» 


«Ese sonido», gruñó el Grinch, «, tengo que oírlo». Por eso hizo una pausa. Se colocó una mano en la oreja y escuchó el sonido que subía por la nieve. Comenzó bajo pero luego creció…
¡Pero aquel sonido no era triste! Porque aquel sonido sonaba feliz.¡No podía ser!.¡Pero ERA feliz! ¡Muy!
Miró fijamente la Villa de los Quién. Al Grinch se le saltaron los ojos y se sacudió. ¡Lo que vio fue una sorpresa chocante! ¡Cada Quien de la Villa de los Quién, el alto y el bajo, estaba cantando! ¡Sin que hubiera regalo alguno! NO HABÍA evitado que la Navidad llegara ¡HABÍA LLEGADO!

De algún modo u otro, llegó de todas maneras.
Y el Grinch, con sus pies amargados congelados en la nieve, se quedó parado. Desconcertado, se rompía la cabeza: «¿Cómo podía ser? Llegó sin cintas. Llegó sin etiquetas. ¡Llegó sin paquetes, cajas o bolsas!» Y se rompió la cabeza tres horas, hasta que tanto pensar le dolió. Entonces, el Grinch pensó algo que no había pensado antes.»Tal vez la Navidad», pensó, «no viene de una tienda. Tal vez la Navidad… a lo mejor… significa algo más».


¿Y que sucedió luego…? Bueno… en la Villa de los Quién dice que el pequeño corazón del Grinch aumentó tres veces su tamaño aquel día. Y en el minuto que su corazón no se sintió tan estrecho, silbó con su carga a través de la clara y brillante mañana, y devolvió los juguetes. Y la comida para el banquete. Y él… ¡ÉL MISMO!… El Grinch, trinchó una bestia asada.

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La pequeña cerillera

Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel
frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas –una más saliente que la otra–, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío.

¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» –pensó la niña, pues su abuela, la única
persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:

–Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato,
y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

–¡Abuelita! –exclamó la pequeña–. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.

Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

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Los táleros de las estrellas

Érase una vez una niña a la que se le habían muerto el padre y la madre, y era tan pobre que ya no tenía siquiera una casa en la que vivir ni una cuna en la que dormir, ni ninguna otra cosa más que la ropa que llevaba puesta y un pedacito de pan en la mano que le había dado un corazón compasivo. Pero era buena y piadosa. Y, como todo el mundo la había abandonado, echó a andar hacia el campo confiando en Dios. Entonces se encontró con un hombre pobre que le dijo:

—¡Ay! Dame algo de comer, que tengo mucha hambre.

Ella le dio todo el pedacito de pan y dijo:

—Que Dios te lo bendiga —y continuó su camino.

Entonces llegó un niño lloriqueando y le dijo:

—Tengo mucho frío en la cabeza, dame algo con que cubrirme.

Ella se quitó el gorro y se lo dio. Y no había dado más que unos pasitos cuando se le acercó otro niño que no tenía camisa y se estaba helando; entonces ella le dio la suya, y aún más, otro le pidió la saya y ella también se la dio. Finalmente llegó a un bosque y ya se había hecho de noche, entonces llegó otro y le pidió una muda, y la buena niña pensó: «La noche está oscura, no te ve nadie, seguro que puedes darle tu muda», y se la quitó y también se la dio.

Y estando así, sin tener ya nada más, de repente empezaron a caer estrellas del cielo, y eran un montón de táleros, macizos y relucientes, y, aunque había dado hasta su muda, tenía una nueva, y era del lino más fino. Entonces recogió los táleros y fue rica el resto de su vida.

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