PLANETA DAVID LYNCH
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PLANETA DAVID LYNCH

Introducción

Aunque los adjetivos “genio” y “de culto” se han abaratado, todavía hay artistas a los que se les puede llamar así. David Lynch es uno de ellos. Cineasta, músico y personaje sui generis, Lynch ha creado un mundo para sí mismo y nos lo ha compartido. Ha mutado de la pesadilla surrealista emparentada con el cine mudo y la white trash más decadente y extraña, a una elegancia clásica noir. Lynch ha sabido reinventarse. Y seguir adelante en una búsqueda personal sin detenerse a mirar si gusta o no al público.

Aunque los adjetivos “genio” y “de culto” se han abaratado, todavía hay artistas a los que se les puede llamar así. David Lynch es uno de ellos. Cineasta, músico y personaje sui generis, Lynch ha creado un mundo para sí mismo y nos lo ha compartido. Ha mutado de la pesadilla surrealista emparentada con el cine mudo y la white trash más decadente y extraña, a una elegancia clásica noir.

EL CINE DE DAVID LYNCH

Por Rodrigo Islas Brito

El 21 de enero de 2017 David Lynch cumplió 71 años de edad y no hubo canción tipo “When I’m sixty four” que lo celebrara. ¿Cómo podría? Cualquier intento por encapsular lo que Lynch le ha dado al cine y a la expresión visual devendría en un esfuerzo pusilánime de vena enterrada.

Joven pintor abstracto de animaciones que anunciaban tormentas al entendimiento, el originario de Missoula, Montana, explotó en el cine con Eraserhead (Cabeza borradora) en 1977. El pesadillezco e indescifrable recuento de una vida horrible cuya primera secuencia de un feto saliendo por el cuello de una vagina a las realidades de un mundo en sombras, valdría por sí sola la entrada de Lynch al Partenón de creadores del más tierno y psicópata discurso.

Jack Nance, con su base a lo Novia de Frankenstein, es la acepción de un universo de cordura indeleble y, en el último de los casos, innecesaria, que mira al futuro con el visor kafkiano de quien nada entiende, pero quien todo siente.

La negrura de su debut independiente puso al jovenazo David Lynch en los ojos del actor, guionista y productor Mel Brooks, quien después de haber visto Eraserhead dos veces le dijo al novel cineasta que no había entendido nada pero que era suyo el trabajo para dirigir la versión cinematográfica de la vida de Joseph Merrick.

El hombre elefante (Elephant man, 1980) fue formalmente la presentación de Lynch en sociedad; la puesta al día de la historia de un tipo noble con cara de paquidermo que solo puede dormir sentado porque si se acuesta sabe bien que morirá.

La actuación sobrehumana del siempre excelente John Hurt en el papel titular y una réplica perfecta de Anthony Hopkins como el doctor que ha de apoyarlo y mostrarle ese gramo de piedad que hará que el monstruo pueda vivir (interpretación cuya dulzura hizo que, años después, el cineasta Jonathan Demme le diera a Hopkins el papel que lo llevó a la fama atemporal: el del psiquiatra caníbal Hannibal Lecter) y una fotografía en blanco y negro sensible y demoniaca a cargo del reputado y legendario Freddie Francis, fueron las bases sobre las que Lynch levantó su primera carta de amor para los desesperados.

En 1984 vino Dune (Dunas), obra épica y mística filmada en México que en un principio debió dirigir Alejandro Jodorowsky. Dune supuso el más colosal fracaso en la carrera de Lynch. Nunca pudo encontrarle la cuadratura a esa propuesta de Star Wars en LSD de la novela original de culto de Frank Herbert.

Blue velvet, el regreso

Una oreja se pudre en los paladares de hormigas desquiciadas que corren por el césped de un vecindario armónico, sostenido en todos los lugares comunes del más “postaleado” american dream. Se trata del soneto de apertura de Blue velvet (Terciopelo azul, 1986), la cinta más lynchiana de la historia; un cuento de misterio en el que un atolondrado chaval sexualmente inofensivo (Kyle MacLachlan, el alter ego de Lynch por excelencia) termina envuelto en un enredo criminal closetero.

Blue velvet involucra a Frank Booth (el icónico Dennis Hopper), demente adicto al helio que gusta de gritar y morder antes que cualquier cosa; a un transexual crooner brutal (un fabuloso Dean Stockwell) fanático de la elegancia y las fiestas a la luz del toldo de un lanchón cuatro puertas; y a una femme fatale en problemas (la ex esposa de Lynch, hermosísima Isabella Rossellini) que no deja de tropezar con violaciones y cadáveres de pobres diablos que mueren parados con una bala buscando el fondo en sus cabezas.

Si Lynch no hubiera vuelto a filmar, Blue velvet hubiera valido para su inclusión en cualquier tipo de corolario de horror y decadencia cinematográfica. No conforme, transfirió el aire de pueblo idílico en el infierno de Blue velvet a la televisión con Twin Peaks (1990-1991), la mítica serie en la que el agente del FBI, Dale Cooper (MacLachlan), es enviado a la ciudad ficticia de Twin Peaks para investigar el asesinato de Laura Palmer, una popular estudiante de secundaria.

Twin Peaks marcó el futuro trabajo del director, con la realización de una algo fallida precuela cinematográfica (Twin Peaks: Fire walk with me, 1992): recuento de las hazañas que una Laura Palmer viva emprendió para llegar a ser uno de los fiambres más celebres de la historia, y que con un “¡vamos a rockear!” impreso en la mugre de un desvencijado Taurus explicaba su herencia y causa de su folclor más acérrimo.

Cucarachas en el ano

Wild at heart (Salvaje de corazón, 1990) es el Mago de Oz versión filtro lynchiano enloquecido, con Sailor Ripley (un Nicolas Cage más endiabladamente Nicolas Cage que nunca) y Lula Fortune (una Laura Dern con gesto romántico a lo monstruo histórico de la Hammer) derramando amor por una senda de sangre, intriga y demencia horizontal y transversal.

Retomando la fauna del escritor Barry Gifford, en Wild at heart Lynch da cuenta de gangsters de apellidos latinos cuya cabeza vuela al cosmos por un escopetazo purificador; de primos sufridos que un día se aficionan por  meterse cucarachas en el ano; de madres diabólicas prestas a contratar a un matón de barrio bajo para que sus amadas hijas vuelvan a sus regazos; de adolescentes desangrándose a la orilla de una carretera cutre, entre los fierros retorcidos de un convertible muerto, buscando que alguien escuche el camino de sus sueños.

Wild at heart significó la Palma de oro de Cannes para Lynch, síntoma de que los cuentos morales y mortales protagonizados por tipos locos, salvajes y sensibles, portadores de una chamarra de serpiente, también tienen su corazoncito.

Lost highway (Carretera perdida, 1998) es las más estrambótica de todas las películas de Lynch. El relato de un saxofonista de poca monta (Bill Pullman), al que un día el diablo está esperando en casa y termina por mutarle su rostro carcelario con un joven mecánico que se sabe salido de ninguna parte (Balthazar Getty).

En 2001 vendría Mulholland drive: la perfección lyncheana en todo su esplendor. Un relato (destinado en un primer momento a serial televisivo) sobre dos mujeres (Naomi Watts y Laura Harring) que pueden ser la misma persona; pero que se enamoran una de la otra, envueltas en una temporalidad que se rompe a todo momento.

Mulholland drive es un licuado que contiene a un director de cine parecido a Ben Stiller, enamorado de las dos chicas, con la parsimonia de un geek que solo puede envalentonarse cuando juega golf; un “no hay banda” de una intérprete latina, cruza de Lupe Vélez con Lola Beltrán que siente hasta la entraña sus canciones, aunque en realidad no esté cantándolas; matones cómicos y despiadados que van a asesinar a un tipo a su departamento y terminan jalando hasta con la mujer que hace el aseo a dos puertas de distancia; y relatos entre amigos que hablan de monstruos infernales que se aparecen en callejones de dinners mugrientos.

Fue tal el éxito de Mulholland drive y su categoría de presentación de las más articulas obsesiones y alucines lynchianas que obtuvo una imprevista nominación al Oscar para el director.

Un adjetivo, un sinónimo

David Lynch es ya un adjetivo. Un sinónimo de mirar el mundo a través de un cristal chispado, siniestro, roto y en llamas. De verdades que surgen a partir de un concepto, una pesadilla, una imagen en sueños. De vernos a nosotros mismos capoteando nuestros demonios.

Pero lynchiano no es sinónimo de horror palurdo. Lynchiano es que una noche estés platicando con un amigo en un Vips, con la séptima taza de café en la mano, y un mensaje llegue a tu celular de un número que no conoces, y que te anuncie que ella y otra chica (que tampoco sabes quién es) no podrán llegar a la cita (que nunca hiciste) “porque a una de ellas le bajó la regla”.

Lynchiano es la normalidad de este mundo siempre presto a pontificar normalidad en un lienzo esquizofrénico y enrarecido.

David Lynch

TWIN PEAKS:

EL LUGAR DONDE TODO COMIENZA

Por Gerardo Cruz-Grunerth

Twin Peaks es el lugar donde todo comienza. Para mí lo fue. Yo era un adolescente que mataba el tiempo en casa de un amigo haciendo zapping en una Tv. conectada a una gran antena parabólica, cuando entendí que Twin Peaks podría ser un lugar abyecto al que podría volver… siempre que visitara a mi amigo. Pero mis visitas no siempre coincidieron con la emisión del programa. Perdí el rastro. Y fue gracias a la película homónima derivada de la serie que pude comprender la narrativa de David Lynch en un primer momento.

Aunque se trataba de un caso poco frecuente (1990), la incursión de Lynch en la dirección de una serie de autor en televisión no era del todo inusitada. Hitchcock, Rossellini y Kieslowski, entre varios más, lo habían hecho. Lynch llevó a la “pantalla chica” el código que lo caracterizaba (Blue velvet, Dune, Elephant man), y que refinaría en adelante. De principio este incluía una plasticidad en el encuadre que rayaba en lo pictórico. En ese pictoricismo se formuló lo ominoso; cobró vida una imagen que debiera estar retenida en el tiempo.

Lynch adelanta en Twin Peaks muchas de sus estrategias narrativas, que pueden ser consideradas como múltiples y una. En la serie advertimos que todos los elementos son significativos para conformar ese pueblo-monstruo y esa seducción en cada constituyente de la historia. Cada elemento funciona por un giro en su funcionamiento normal. Pero también gracias a que hay una alteración sonora. Y en esto último Lynch va de la mano de su constante mancuerna, el compositor Angelo Badalamenti.

Uno más de los elementos que construyen la estética de Twin Peaks es el giro del mundo “real”, que se altera para producir uno afectado por situaciones (i)lógicas. Como espectadores somos remitidos al temor por lo desconocido, a esas posibilidades negadas que están ahí, detrás de lo posible. Lynch sabe que el arte —al menos el que él elige— es ese que afecta los temores más primitivos del hombre. Como advierten Artaud y la teoría del teatro contemporáneo, la vuelta a la sensibilidad del hombre desnudo frente al elemento al que no queda más remedio que adorar o entregarse: fuego, destino, muerte.

En Twin Peaks esta construcción hace del pueblo un escenario al que estamos convocados, sin proscenio entre personajes y espectadores. Atraídos por esa atmósfera de plasticidad y simbolismo que se emparenta con algunas de las propuestas del teatro postdramático de Romeo Castellucci y la Socìetas Raffaello Sanzio. En ambos autores, Castellucci y Lynch, hay un énfasis por la maldad humana y la maldad del mundo (esencias reales) como fuerzas provocadoras de vida y muerte. Ritos y mitos, antiguos y actuales, que determinan nuestra existencia.

En Lynch encontramos una teatralidad más allá del teatro.

Si bien es frecuente la etiqueta de Lynch como autor surrealista, encasillarlo así es un proceso de comodidad que permite contestar de una vez por todas las preguntas que una obra tan compleja como la suya ejecutan. “Surreal”, “onírico” o “irreal” son categorías fáciles que pueden ocultar lo que Twin Peaks quiere evidenciar. Esto es, que los “efectos” de lo (i)real son justamente una parte de lo real. Por ello, cuando Lynch lo hace presente nos orilla a sentirnos abatidos ante la posibilidad de que también nos rodea lo irreal.

Legado Twin Peaks

Hay una influencia determinante que heredan Twin Peaks y la estética lyncheana. En series como la creada por Daniel Knauf, Carnivàle (2003-2005), en la que lo mítico y lo religioso-fundamentalista se mezcla con lo sobrenatural en la vida de una caravana circense. El mundo de los marginados e itinerantes empleados del circo hace parada en el despertar de lo negado, la maldad, lo monstruoso, el misterio, la sexualidad y la muerte.

Una obra más reciente que se nutre de Twin Peaks es la primera temporada de True Detective (2014), de Nic Pizzolatto. Esta es hilvanada por un hilo que va de lo policíaco y la investigación del crimen (primer motivo en Twin Peaks) a lo sobrenatural e ilógico, que se contraponen a la lógica racional y deductiva de cualquier detective. Además, True Detective incorpora elementos de religiosidad fanática. Esta adquiere dimensiones míticas y rituales que son fundamentales para construir la profunda trama en la que los detectives Cohle y Hart hacen sus investigaciones.

Carnivàle y True Detective no son los únicos casos. Hay quienes coinciden en que la influencia Twin Peaks se manifiesta en The X-Files, de Chris Carter.

Lo cierto es que esa presencia, lejos de ser una molestia, se agradece. Es una muestra de simpatía que nos asegura que lo que presenciamos —el misterio, lo policíaco y lo abominable— no es gratuito. Está ahí porque nos llama desde las pantallas hasta lo más profundo de nosotros. Finalmente ese el mayor rasgo de las narrativas fílmicas y televisivas que se encadenan a la serie y a la película de Lynch: un interés por emplear los géneros “menores” con fines “mayores”.

Gracias a lo sub/sobre/real, a lo abyecto, monstruoso y ritual, al empleo del formato televisivo y a ser un producto de la desprestigiada cultura de masas, Twin Peaks nos recuerda que, pese a nuestra posición en la cúspide (o en el descenso) de la civilización, somos seres temerosos. Todavía nos sentimos desprotegidos y precarios como nuestros ancestros cuando, para explicarse y enfrentarse al mundo, comenzaron a construir sus mitos.

Twin Peaks un diálogo desde la sociedad contemporánea con el más desprotegido homínido que seguimos siendo.

LYNCH, MÚSICA E INFLUENCIA

Por Rodrigo R. Herrera

Misterioso, enigmático y taciturno como la noche. Así es David Lynch.

Aficionado al surrealismo de Federico Fellini y Luis Buñuel, David Keith Lynch estudió en diversas escuelas de arte estadunidenses, lo que lo dotó de los conocimientos necesarios para iniciar su carrera en cine. Los resultados se materializaron en una serie de cortometrajes que reveló a una persona con una notable sensibilidad; ansiosa por contar historias retorcidas y a la vez ingeniosas. Quedó claro desde el inicio: su estilo era único y no le interesaba ser emparentado con nadie. La prensa se vio en la necesidad de inventar el término “lynchiano” para describir su trabajo.

David Lynch es humano y es mente.

Una dotada de un misterio capaz de hilvanar complejas historias que retan al espectador, que lo obligan a poner atención en todos los detalles. Su cine no es fácil, pero eso no ha sido obstáculo: más allá de los aplausos de la crítica especializada y ser considerado un cineasta de culto, Lynch ha tocado el éxito comercial con Elephant man (1980), Blue velvet (1986) y Mulholland drive (2001).

Y, entre la fama, la visión y la incomprensión, Lynch también es música.

El sueño del gran loco

Elemento indispensable para su arte, Lynch ha explorado a fondo lo musical con la creación de los álbumes en solitario Crazy clown time (2011) y The big dream (2013). En las dos placas Lynch se adentra en el mundo de la electrónica, el rock y cierto pop, con fuertes dosis de experimentación, este último elemento reflejo fiel de su trabajo en pantalla. Crazy clown time fue autoproducido por Lynch y definido por él mismo como una colección de canciones oscuras en “blues moderno”. Es un disco de peso en capaz y texturas. Su discurso abreva de pensamientos extraños, conciencia cósmica y meditación. La música fue compuesta en colaboración con el supervisor musical Dean Hurley, cercano a Lynch desde Eraserhead. «Pinky´s dream», la pieza que abre, tiene a Karen O como colaboradora.

En The big dream Lynch repitió mancuerna con Hurley. El estilo —“blues moderno”— es parecido a Crazy clown time. El sencillo “I’m waiting here”, en el que colabora Lykke Li, es un putazo con video incluido. Los guitarrazos (de Lynch y de su hijo, Riley) priman más, las piezas encajan mejor y en general la evolución se hace presente. The big dream incluye un cover a “The ballad of Hollis Brown”, original de Bob Dylan, pero reversionada por Lynch desde el corte de Nina Simone.

Efecto boomerang, la influencia que Lynch ejerció con su cine sirvió de inspiración para que diversos músicos interpretaran temas que forman parte de sus bandas sonoras. El resultado se materializó en un concierto que fue grabado y lanzado en formato de doble CD con el título de The Music of David Lynch (2016), y que cuenta con la participación de The Flaming Lips, Karen O, Moby, Sky Ferreira y Zola Jesus, entre otros.

El cine del gran loco

El cine debe a Lynch. Este listado de cinco películas que han sido posibles gracias a su trabajo es un ejemplo de esa benigna influencia:

En su ópera prima, π (Pi, el orden del caos, 1998), Darren Aronofsky dejó latente su afición por el trabajo de Lynch. Con un ingenioso guión que como inmensa telaraña se encarga de unir todas las aristas que conforman la trama, además de una frenética banda sonora compuesta por Clint Mansell, π relata la historia del matemático Maximillian Cohen y su impetuosa necesidad de imaginar el mundo real a través de números. π es un inquietante filme al que resulta imposible clasificar dentro de género alguno; pero que, de forma afectiva, se le suele describir como lynchiano.

Debido a su estructura poco convencional, muchos consideran a Being John Malkovich (Cómo ser John Malkovich, 1999), el debut cinematográfico de Spike Jonze, como una película que se enmarca en el universo construido por David Lynch. En este caso se trata de un original trabajo que parte de la idea de la existencia de un túnel que conduce directamente a la mente del actor estadunidense John Malkovich, y permite al espectador visualizar en primera persona la vida cotidiana del histrión.

En ese mismo camino se aprecia la influencia de Lynch en Eternal sunshine of the spotless mind (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, 2004), película dirigida por Michel Gondry con guión de Charlie Kaufman, que parte de la premisa de poder borrar recuerdos de nuestra mente y las consecuencias que eso conllevaría. A partir de algo en apariencia tan simple, se relata la historia de amor-odio entre un hombre y su fallido amor, todo visto a través de mundos fantásticos que recrean la infinita mente humana.

La influencia de Lynch ha llegado a Oriente. El ejemplo más claro es el artista multidisciplinario japonés Shinya Tsukamoto, famoso por su obra cumbre Tetsuo: The Iron Man (1989), filmada con muy pocos recursos en blanco y negro. La cinta muestra el proceso de descomposición que tiene su protagonista, Tetsuo, quien se vuelve adicto a incorporar objetos metálicos en su propio cuerpo. Se trata de uno de los puntos más altos alcanzados por el ciberpunk oriental, y resulta difícil creer que pudiera ser concebido sin el trabajo previo de Lynch.

En el mundo hispano también es posible apreciar cintas que se han alimentado del trabajo lynchiano. Es el caso de Los cronocrímenes (2007), del actor y cineasta español Nacho Vigalondo. La película nos sumerge en un alucinante sci-fi que muestra las consecuencias de poder viajar en el tiempo y si sería posible poder adelantarnos a hechos que de antemano sabemos que ocurrirán. Su guión que imagina diversas historias entremezcladas en una sola. Esto sumado a la atractiva forma en que está contada, hace del trabajo de Vigalondo un pariente bastante cercano a la obra de Lynch.

Porque Lynch es humano y es mente. O sea: es cine.

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Staff Yaconic