Pasé toda la tarde buscando esa sentencia en la obra completa y las diversas antologías poéticas de Oliverio Girondo —a quien se le atribuye—, pero no la encontré; no la escribió él o de serlo así, no logró publicarla en alguno de sus libros. La escuché por primera vez en la película más cursi del cine argentino: ‘El Lado Oscuro del Corazón’. ¡Muerte puta!, le decía el poeta Oliverio a una Nacha Guevara que en 1992 era mucho “más guapa que cualquiera”. Esta frase me hizo pensar en la muerte de Dolores O’Riordan.
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Aquella frase hizo mella en mi cabeza hoy más que otros días. El sábado había fallecido mi primo Raúl —“El Rulas”, para los amigos—. Al Rulas le gustaba el baile y le gustaba la vida. Padre y amigo ejemplar, dueño de una sonrisa indestructible. Se lo llevó un cáncer demasiado violento, injusto; ese cáncer que sólo crece por crecer, porque sí, porque esa es la ideología de la célula.
El Rulas nunca se dio por vencido, retó y se metió con ese carcinoma día tras día, en pie de guerra ante un enemigo que no se podía ver; pero como decía Eduardo Punset, no somos máquinas perfectas, la célula comete errores y esos errores se van acumulando. Así murió el primo Raúl, a media zancada de la victoria. ¡Muerte cruel!.
SOBRE DOLORES
Ya sé que no es el mismo pómulo en donde cayó el guante, pero sí el mismo puño, la rediviva adversaria… y duele igual. ¡Muerte anónima! Me entero de la noticia de la expiración de Dolores O’Riordan, justo cuando apenas despuntaban las primeras lágrimas del “día más triste del año”. Su partida me abrió la herida, me vertió cidra, aguarrás en la llaga.
¡Muerte implacable! Hay quien ha venido al mundo para enamorarse de una sola mujer y, consecuentemente, no es probable que tropiece con ella, como escribió Ortega y Gasset; eso fue exactamente lo que me pasó con Dolores O’Riordan, un enamoramiento casi erotómano, pero sin caer nunca en el fanatismo.
Lola creció apartando tréboles en los campos verdes de Ballybricken. Franqueó su infancia sembrando papa y champiñones en un área agrícola al lado de sus siete hermanos, viviendo en una casa con dos habitaciones. La familia se dedicó a los pastizales, la tierra de cultivo y los herbajes de montaña, hasta que su hermana mayor incendió la choza en la que subsistían.
Le aprendió los modos a Morrissey, escuchando a los Smiths. Comenzó a componer canciones autobiográficas, tomando a la música como cuaderno de notas personal; así fue incluida en la banda de sus hermanos, una agrupación llamada The Cranberries. A partir de aquí, la historia de Dolores se cuenta sola.
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La voz de “la niña que escribía canciones” era rasposa y punzante, con esos agudos a los que nadie llegaba, un falsete ilustrado por Moz; con él, llenaba todos los escenarios y las habitaciones amargas de los adolescentes en los años 90.
Yo, que no había escuchado a alguien usar ese instrumento vocal de aquella manera, quedé inmediatamente prendido, pero no sólo por su voz, sino por su estética, que se escapaba del canon tradicional de la diva para convertirse en una bandera más del post-punk celta o el punk gaélico.
De ahí, de esa tierra curtida por los Pogues, emanaba una belleza afable y a la vez enérgica, fuerte, como un delicado alambre de ortigas fabricado a base de plata y níquel; el cabello corto a lo Sinéad y los ojos verdes, obscenos, rasgos espigados y puntiagudos como una hoja de sesgar; la ropa ceñida al cuerpo escuálido, con apenas un dejo de erotismo.
Vendrá la Muerte y tendrá tus ojos, escribió Pavese —esta Muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo. Y yo ruego para que esa Muerte tenga tus ojos. ¡Muerte inexorable!.
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Dolores O’Riordan murió “repentinamente” a los 46 años, el 15 de enero en un hotel de Londres. ¡Misteriosa Muerte! Con ella, parte de la belleza del mundo se nos fue arrancada, despojada a la mala por una Muerte vulgar, medio huevona, poco profesional, mediocre, una Muerte súbita, accidental, en cumplimiento del deber.
Recuerdo que en 1997 imprimí una fotografía en gran formato de la vocalista de los Cranberries, la adherí a la pared, justo encima de la cabecera de mi cama; la belleza contenida en dicha imagen me ayudó a soportar la idiotez de los días.
Dolores O’Riordan murió en un Blue Monday y su retrato se ha oscurecido.