Todos lo hemos visto: existe un crecimiento desmesurado en la construcción de edificios (de uso comercial o mixto) en la Ciudad de México. Ahí donde se ve un predio vacío, donde se derrumbó algún recinto antiguo, llegará una gigantesca torre de oficinas, departamentos y comercios que muy probablemente impactará a la colonia con la gentrificación. Mariana Barrón, arquitecta e integrante de la revista Arquine, nos contagia de lo que ha llamado “fobia al predio vacío”.
La Ciudad de México tiene como característica, encanto o defecto, el cambio constante de sus configuraciones. No sólo en vías de conexión o transporte sino también en su arquitectura. La ciudad que vemos hoy es el resultado de una serie de mezclas de estructuras formadas por entes políticos, económicos y sociales; es una ciudad palimpsesto que guarda memorias en sus calles y en su edificación. Y hoy vive asolada por un temor: el crecimiento desmedido de edificios.
Recientemente caminaba sobre la avenida Miguel Ángel de Quevedo en la delegación Coyoacán, a la altura de una gran tienda departamental, cuando me di cuenta que justo enfrente, en un predio cuadrangular, la edificación que anteriormente se encontraba ahí había desaparecido. Supuse de inmediato que una vez más un vacío urbano se disponía para su explotación comercial.
Estos fenómenos se nos han presentado cada vez con más fuerza, y encuentros como el que tuve han derivado en una especie de “fobia al predio vacío”; es decir, en cuanto identificamos un lugar despejado, intuimos un futuro no tan grato: la llegada de un edificio gigantesco con departamentos y comercios, problemas de tráfico, de servicios, etcétera.
Y no es para menos. Tanto la iniciativa privada como la pública no es consciente de los efectos de cada edificación realizada en contextos urbanos. Resulta confuso, por ejemplo, conocer una zona habitacional en la que los edificios no suben de cinco niveles, y al otro día encontrarse con la sorpresa de la famosa torre de 20 niveles con centro comercial y oficinas. Todo incluido.
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La “fobia al predio vacío” es posiblemente una de las preocupaciones más recurrentes que guardan los vecinos de las colonias, al ver cómo han ido incrementando las construcciones a su alrededor. La demanda de éstas, al final, proviene de un sector reducido, y su lógica vislumbra una paradoja: grandes sectores sociales mantienen alta la petición de vivienda en el Distrito Federal, pero no siempre están en la disposición de comprar una propiedad de 60 metros cuadrados a un precio inhumano, por lo que recurren a hacerlo en las afueras de la ciudad, o bien permanecen en la casa donde vive toda la familia.
Las nuevas construcciones que ocupan los predios por lo general entran en un contexto de la manera más brusca posible, desequilibrando las dinámicas culturales. No siempre se respeta el número de pisos permitidos para construir, o bien los comercios en las plantas bajas afectan a los comercios locales. Otro aspecto es la saturación vial porque eso sí, los mexicanos de clase media no pueden dejar el coche y muy rara vez viajan en transporte público.
“La fobia al predio vacío” se ha convertido con los años en un sentimiento colectivo. Y además de espantarnos con los cambios que pueden generar en la zona donde se encuentra, sigue inflando la burbuja inmobiliaria que persiste en la ciudad… Y no vemos que haya fin.
¿Para qué seguir construyendo si la gran mayoría de estos edificios permanecen vacíos? Es una incógnita que nunca he podido contestar. Los precios y los impuestos suben, y en el panorama de la gran mayoría de la población no precisamente se encuentra en comprar una propiedad de esta magnitud (en cuanto al precio y espacio).
En estos casos pienso que las instancias públicas de viviendas o de financiamiento deberían de hacer programas sociales en los que se apoye la construcción de viviendas de menor costo para la mayoría de la población, como se dio en los años 50 y 60 con complejos habitacionales como la Unidad Tlatelolco, Villa Olímpica, Villa Panamericana o el Multifamiliar Miguel Alemán.
Y aunque puedan surgirnos sentimientos encontrados sobre el capital con el que fueron construidos, no podemos negar que le dieron a la población de no tan altos recursos la oportunidad de tener un patrimonio que le brindara no sólo su seguridad monetaria sino también comodidades con una estructura eficientista. Recordemos que en esa época ésta se utilizaba mucho: unidades pensadas como ciudades.
La ausencia de estos modelos ha detonado fenómenos como la construcción de grandes complejos de casas a las afueras de las ciudades, las cuales se construyen con muy bajo presupuesto y a los dos años —o antes—muestran un visible deterioro. Entonces los dueños deciden abandonarlas o de plano usarlas sólo como descanso, debido al largo trayecto que deben recorrer hasta su trabajo, y en general hasta su vida cotidiana.
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Dentro de esta innumerable serie de escenarios me permito comentar otra particularidad: el caso de los recintos que albergaron documentos arquitectónicos y que tal vez porque detrás de éstos no existía un importante arquitecto son destruidos. Por otro lado existen los casos en los que detrás se encuentra un arquitecto conocido, pero de cualquier manera son desaparecidos por simple ignorancia.
Estos edificios silenciosos cuentan la historia de la ciudad a partir de su belleza técnica y estética, y no siempre son defendidos por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Y cuando lo hace, como toda institución distraída, es muy posible que ya hayan sido demolidos. O bien, el gobierno “democrático” de la ciudad decide tirarlos porque sí.
Hay dos historias. La primera corresponde a un inmueble manejado por instancias privadas: la sonada desaparición de la torre Manacar. La segunda se refiere a un recinto manejado por el gobierno: la antigua Octava Delegación de Policia (catalogada como inmueble con valor artístico por el INBA), ubicada en la esquina de avenida Cuauhtémoc y Obrero Mundial, uno de los últimos edificios que recordaba lo que fue el pueblo de La Piedad Ahuehuetlan en la actual colonia Narvarte.
No era el edificio más hermoso, pero si guardaba historias, como la del Templo de la Piedad (recinto al que la Octava sustituyó en 1940), el cual le dio nombre al poblado de Ahuehuetlán, cuyos orígenes se remontan a la época prehispánica. Finalmente, el templo perdió los muros de su atrio en la década de los 20 del siglo pasado y quedó rodeado por un cuartel y otras construcciones.
En 1930 quedó en ruinas y para 1940 fue demolido para levantar cinco años después la Octava Delegación, que se conformaba por gestos art decó funcionalistas. Algo que también podemos ver muy seguido por esa zona y algunos edificios del Centro histórico. Estas historias se repiten en una ciudad en la que no se escucha a sus pobladores ni a sus especialistas. La memoria urbana tangible que nos brindan estos edificios se pierde.
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Me gustaría pensar que como población, testigo de innumerables injusticias, podemos ser conscientes de lo que queda de esta ciudad y del país para generar resonancia en los oídos de muchas empresas inmobiliarias y funcionarios corruptos que dan permisos de construcción al por mayor. Por un lado, al dejar que siga ocurriendo este fenómeno perdemos parte de nuestra memoria urbano-histórica; y por el otro caemos en el peligro de sufrir una crisis inmobiliaria brutal que implica a su vez más crisis.
Muy posiblemente estas revisiones históricas conscientes puedan, en un futuro ojalá cercano, salvar a la ciudad de construcciones sin sentido, y hacerla mejor para todos.