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LA PRIMAVERA NEVADA, DE JULIO RAMÓN RIBEYRO

La Primavera Nevada, es uno de los cuentos más representativos de Juan Ramón Ribeyró. A continuación te lo compartimos completo.

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LA PRIMAVERA NEVADA

Los objetos que me dejó Torroba se fueron incorporando fácilmente al panorama desordenado de mi habitación. Eran, en suma, un poco de ropa sucia envuelta en una camisa y una caja de cartón conteniendo algunos papeles. Al principio no quise recibirle estos trastos porque Torroba tenía bien ganada una reputación de ladronzuelo de mercado y era sabido que la policía no veía las horas de ponerlo en la frontera por extranjero indeseable. Pero Torroba me lo pidió de tal manera, acercando mucho al mío su rostro miope y mostachudo, que no tuve más remedio que aceptar.

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       —Hermano, ¡sólo por esta noche! Mañana mismo vengo por mis cosas.
       Naturalmente que no vino por ellas. Sus cosas quedaron allí varios días. Por aburrimiento observé su ropa sucia y me entretuve revisando sus papeles. Había poemas, dibujos, páginas de diario íntimo. En verdad, como se rumoreaba en el Barrio Latino, Torroba tenía un gran talento, uno de esos talentos difusos y exploradores que se aplican a diversas materias, pero sobre todo al arte de vivir. (Algunos versos suyos me conmovieron: “Soldado en el rastrojo del invierno, azules por el frío la manos y las ingles.”) Quizás por ello cobré cierto interés por este vate vagabundo.
       A la semana de su primera visita apareció nuevamente. Esta vez traía una maleta amarrada con una soguilla.
       —Disculpa, pero no he conseguido todavía habitación. Me vas a tener que guardar esta maleta. ¿No tienes una hoja de afeitar?
       Antes que yo respondiera dejó su maleta en un rincón y acercándose al laboratorio cogió mis enseres personales. Frente al espejo se afeitó silbando, sin darse el trabajo de quitarse la chompa, la bufanda, ni la boina. Cuando terminó se secó con mi toalla, me contó algunos chismes del barrio y se fue diciéndome que regresaría al día siguiente por sus bultos.


       Al día siguiente vino, en efecto, pero no para recogerlos. Por el contrario, me dejó una docena de libros y dos cucharitas, robadas probablemente en algún restaurante de estudiantes. Esta vez no se afeitó, pero se dio maña para comerse un buen cuadrante de mi queso y para que le obsequiara una corbata de seda. Ignoro para qué, porque jamás usaba camisa de cuello. De este modo sus visitas se multiplicaron a lo largo de todo el otoño. Mi cuarto de hotel se convirtió en algo así como en una estación obligada de su vagabundaje parisino. Allí tenía a su disposición todo lo que le hacía falta: un buen pedazo de pan, cigarrillos, una toalla limpia, papel para escribir. Dinero nunca le di, pero él se desquitaba largamente en especie. Yo lo toleraba no sin cierta inquietud y esperaba con ansiedad que encontrara una buhardilla donde refugiarse con todos sus cachivaches.


       Por fin sucedió algo inevitable: un día Torroba llegó a mi habitación bastante tarde y me pidió que lo dejara dormir por esa noche.
       —Aquí, no más, sobre la alfombra —dijo señalando el tapiz por cuyos agujeros asomaba un piso de ladrillos exagonales.
       A pesar de que mi cama era bastante amplia consentí que durmiera en el suelo. Lo hice con el propósito de crearle incomodidad e impedir de esta manera que adquiriera malas costumbres. Pero él parecía estar habituado a este tipo de vicisitudes porque, durante mi desvelo, lo sentí roncar toda la noche, como si estuviera acostado sobre un lecho de rosas.
       Allí permaneció tirado hasta cerca de mediodía. Para preparar el desayuno tuve que saltar por encima del cuerpo. Al fin se levantó, pegó el oído a la puerta y corriendo hacia la mesa se echó un trago de café a la garganta.

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       —¡Es el momento de salir! El patrón está en las habitaciones de arriba.
       Y se fue rápidamente sin despedirse.
       Desde entonces, vino todas las noches. Entraba muy tarde, cuando ya el patrón del hotel roncaba.
       Entre nosotros parecía existir un convenio tácito, pues sin pedirme ni exigirme nada, aparecía en el cuarto, se preparaba un café y se tiraba luego sobre la alfombra deshilachada. Rara vez me hablaba. salvo que estuviera un poco borracho. Lo que más me incomodaba era su olor. No es que se tratara de un olor especialmente desagradable, sino que era un olor distinto al mío, un olor extranjero que ocupaba el cuarto y que me daba la sensación, aun durante su ausencia, de estar completamente invadido.
       El invierno llegó y ya comenzaba a crecer la escarcha en los vidrios de la ventana. Torroba debía haber perdido su chompa en alguna aventura, porque andaba siempre en camisa tiritando. A mí me daba cierta lástima verlo extendido en el suelo, sin cubrirse con ninguna frazada. Una noche su tos me despertó. Ambos dialogamos en la oscuridad. Me pidió, entonces, que lo dejara echarse en mi cama, porque el piso estaba demasiado frío.
       —Bueno —le dije—. Por esta noche nada más.


       Por desgracia su resfrío duró varios días y él aprovechó esa coyuntura para apoderarse de un pedazo de mi cama. Era una medida de emergencia, es cierto, pero que terminó por convertirse en rutina. Ida la tos, Torroba había conquistado el derecho de compartir mi almohada, mis sábanas y mis cobijas.
       Brindarle su cama a un vagabundo es un signo de claudicación. A partir de ese día Torroba reinó plenamente en mi cuarto. Daba la impresión de ser él el ocupante y yo el durmiente clandestino. Muchas veces, al regresar de la calle, lo encontré metido en mi cama, leyendo y subrayando mis libros, comiendo mi pan y llenando las sábanas de migajas. Se tomó incluso libertades sorprendentes, como usar mi ropa interior y pintarle anteojos a mis delicadas reproducciones de Botticelli.
       Lo más inquietante, sin embargo, era que yo no sabía si él me guardaba cierta gratitud. Nunca escuché de sus labios la palabra gracias. Es verdad que por las noches, cuando lo encontraba en uno de esos sórdidos reductos como el Chez Moineau, rodeado de suecas lesbianas, de yanquis invertidos, y de fumadores de marihuana, me invitaba a su mesa y me brindaba un vaso de vino rojo. Pero tal vez lo hacía para divertirse a mis costillas, para decir, cuando yo partía: “Ese es un tipo imbécil al cual tengo dominado.” Es cierto, yo vivía un poco fascinado por su temperamento y muchas veces me decía para consolarme de este dominio: “Quizás tenga albergado en mi cuarto a un genio desconocido.”


       Por fin sucedió algo insólito: una noche dieron las doce y Torroba no apareció. Yo me acosté un poco intranquilo, pensando que tal vez había sufrido un accidente. Pero, por otra parte, me parecía respirar un dulce aire de libertad. Sin embargo, a las dos de la mañana sentí una piedrecilla estrellarse contra la ventana. Al asomarme, inclinándome sobre el alféizar, divisé a Torroba parado en la puerta del hotel.
       —¡Aviéntame la llave que me muero de frío!
       Después de medianoche el patrón cerraba la puerta con llave. Yo se la aventé envuelta en un pañuelo y regresando a mi cama esperé que ingresara. Tardó mucho, parecía subir las escaleras con extremada cautela. Al fin la puerta se abrió y apareció Torroba. Pero no estaba solo: esta vez lo acompañaba una mujer.
       Yo los miré asombrado. La mujer, que estaba pintada como un maniquí y usaba largas uñas de mandarín, no se dio el trabajo de saludarme. Dio una vuelta teatral por el cuarto y por último se despojó del abrigo, dejando ver un cuerpo apetecible.
       —Es Françoise —dijo Torroba—. Una amiga mía. Esta noche dormirá aquí. Está un poco dopada.
       —¿Sobre la alfombra? —pregunté.
       —No, en la cama.
       Como yo quedé dudando, añadió:
       —Si no te gusta el plan, échate tú en el suelo.

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       Torroba apagó la luz. Yo quedé sentado en la cama, viendo cómo ambos se desplazaban en la penumbra. Probablemente se desvestían, porque el olor —esta vez un olor desconocido— me envolvió, me penetró por las narices y quedó clavado en mi estómago comó una saeta. Cuando se metieron a la cama, yo salté arrastrando una frazada y me tendí en el suelo. En toda la noche no pude dormir. La mujer no hablaba (quizás se había quedado dormida), pero en cambio Torroba trepidó y rugió hasta la madrugada.


       Se fueron al mediodía. En todo ese tiempo no cruzamos una palabra. Cuando quedé solo, cerré la puerta con llave y estuve paseándome entre mis papeles y mi desorden, fumando interminablemente. Al fin, cuando comenzaba a atardecer, cerré las cortinas de la ventana y empecé a tirar, metódicamente, todos los objetos de Torroba en el pasillo del hotel. Delante de la puerta de mi cuarto quedaron amontonados sus calcetines, sus poemas, sus libros, sus mendrugos de pan, sus cajas y sus maletas. Cuando no quedaba en mi cuarto un vestigio de su persona, apagué la luz y me tendí en mi cama.
       Comencé a esperar. Afuera soplaba furioso el viento. Al cabo de unas horas sentí los pasos de Torroba subiendo las escaleras y luego un largo silencio delante de mi puerta. Lo imaginé estupefacto, delante de sus bienes desparramados.

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       Primero fue un golpe indeciso, luego varios golpes airados.
       —Eh, ¿estás allí? ¿Qué cosa ha pasado?
       No le respondí.
       —¿Qué significa esto? ¿Te vas a mudar de cuarto?
       No le respondí.
       —¡Déjate de bromas y abre la puerta!
       No le respondí.
       —¡No te hagas el disimulado! Sé muy bien que estás allí. El patrón me lo ha dicho.
       No le respondí.
       —¡Abre, que me estoy amoscando!
       No le respondí.
       —Abre, nieva, ¡estoy todo mojado!
       No le respondí.
       —Solamente me tomo un café y luego me voy.
       No le respondí.
       —¡Un minuto, te voy a enseñar un libro!
       No le respondí.
       —¡Si me abres, traeré esta noche a Françoise para que duerma contigo!
       No le respondí.
       Durante media hora continuó gritando, suplicando, amenazando, injuriando. A menudo reforzaba sus clamores con algún puntapié que remecía la puerta. Su voz se había vuelto ronca.
       —¡Vengo a despedirme! Mañana me voy a España. ¡Te invitaré a mi casa! ¡Vivo en la calle Serrano, aunque no lo creas! ¡Tengo mozos con librea!
       A pesar mío, me había incorporado en la cama.
       —¿Así tratas a un poeta? ¡Fíjate, te regalaré ese libro que has visto tú, escrito e iluminado con mi propia mano! Me han ofrecido tres mil francos por él. ¡Te lo regalo, es para ti!

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       Me acerqué a la puerta y apoyé las manos en la madera. Me sentía perturbado. En la penumbra casi buscaba la manija. Torroba seguía implorando. Yo esperaba una frase suya, la decisiva, la que me impulsara a mover esa manija que mis manos habían encontrado. Pero sobrevino una enorme pausa. Cuando pegué el oído a la puerta no escuché nada. Quizás Torroba, al otro lado, imitaba mi actitud. Al poco rato sentí que levantaba sus cosas, que se le caían, que las volvía a levantar. Luego, sus pasos bajando la escalera…
       Corriendo hacia la ventana descorrí la punta del visillo. Esta vez Torroba no me había engañado: nevaba.
       Grandes copos caían oblicuamente, estrellándose contra las fachadas de los hoteles. La gente pasaba corriendo sobre el suelo blanco, ajustándose el sombrero y abotonándose los gruesos abrigos. Las terrazas de los cafés estaban iluminadas, llenas de parroquianos que bebían vino caliente y gozaban de la primera nevada protegidos por las transparentes mamparas.
       Torroba apareció en la calzada. Estaba en camisa y portaba en las manos, bajo las axilas, sobre los hombros, en la cabeza, su heteróclito patrimonio. Elevando la cara quedó mirando mi ventana, como si supiera que yo estaba allí, espiándolo, y quisiera exhibirse abandonado bajo la tormenta. Algo debió decir porque sus labios se movieron. Luego emprendió una marcha indecisa, llena de meandros, de retrocesos, de dudas, de tropezones.

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       Cuando atravesó el bulevar rumbo al barrio árabe, sentí que me ahogaba en esa habitación que me parecía, ahora, demasiado grande y abrigada para cobijar mi soledad. Abriendo la ventana de un manotazo, saqué medio cuerpo fuera de la baranda.
       —¡Torroba! —grité—. ¡Torroba, estoy aquí! ¡Estoy en mi cuarto!
       Torroba seguía alejándose entre una turba de caminantes que se deslizaban silenciosos sobre la nieve silenciosa.
       —¡Torroba! —insistí—. ¡Ven, hay sitio para ti! No te vayas, Torrobaaa!…
       Sólo en ese momento se dio media vuelta y quedó mirando mi ventana. Pero, cuando yo creí que iba a venir hacia mí, se limitó a levantar un brazo con el puño cerrado, con un gesto que era, más que una amenaza, una venganza, antes de perderse para siempre en la primera nevada.

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