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Psicomagia: Relato de Alejandro Jodorowsky sobre Pachita

Psicomagia, Alejandro Jodorowsky

Si le he entendido bien, en psicomagia hay que aprender a hablar el lenguaje del inconsciente para luego, conscientemente, enviarle mensajes.

Exactamente. Y si te diriges al inconsciente en su propio lenguaje, en principio te responderá. Pero ya volveremos sobre esto. Por el momento, me gustaría explicar cómo el acto mágico ha contribuido al advenimiento de la psicomagia. Cuando, en México, descubrí el poder de la brujería maléfica, naturalmente, me planteé la posibilidad de la brujería benéfica. Si unas fuerzas semejantes pueden movilizarse al servicio del mal, ¿no podrían ser utilizadas al servicio del bien? Me puse a buscar a un brujo bienhechor. Un amigo me habló en esos días de la famosa Pachita, una anciana de 80 años a la que mucha gente venía a ver desde lejos, con la esperanza de encontrar curación. Me sentía muy inquieto ante la perspectiva de conocer a aquella bruja famosa, así que me preparé para ello.

¿Por qué se sentía «inquieto»?

Estaba receloso. Al fin y al cabo, nada me garantizaba que aquella mujer no fuera también maléfica. Porque en México hay brujos muy peligrosos que pueden entrar subrepticiamente en el inconsciente de un paciente sensible y echarle un maleficio de efecto retardado. Vas a verlos, al principio no sientes nada raro, pero al cabo de tres o de seis meses, empiezas a agonizar… De modo que me protegí bien antes de visitar a Pachita. Porque no era una bruja cualquiera: en los días de consulta podía atraer fácilmente a tres mil visitantes. Te diré que a veces había incluso que evacuarla en helicóptero… Por lo tanto, convenía tomar precauciones…

¿Qué hizo usted? ¿Cómo se protege uno de la influencia de una bruja?

En cierta forma puede decirse que ése fue mi primer acto psicomágico. Al principio sentí que lo más urgente era borrar mi identidad. Ir a su encuentro con mi vieja identidad era exponerme a lo peor. Así pues, empecé por vestirme y calzarme con prendas nuevas. Era importante que aquellas prendas no las hubiera elegido yo, de modo que pedí a un amigo que me comprara toda la ropa variada que quisiera, para extremar la despersonalización y que el atuendo obtenido no reflejara el gusto de un individuo en particular. Calcetines, ropa interior, todo tenía que ser absolutamente nuevo.

No me puse mi ropa nueva hasta el momento de salir hacia la casa de Pachita. Además, yo mismo me hice un documento de identidad falso: otro nombre, otra fecha de nacimiento, otra foto… Compré una chuleta de cerdo, la envolví en papel de plata y me la puse en el bolsillo a modo de recordatorio. Así, cada vez que metiera la mano en el bolsillo, el contacto insólito de la carne me recordaría que me hallaba ante una situación especial y que no debía dejarme atrapar de ninguna manera. Cuando llegué al piso en el que Pachita operaba ese día, me encontré en presencia de unas treinta personas, algunas de buena posición so­cial.

Debo decir que las circunstancias en las que iba a producirse mi encuentro con Pachita eran un verdadero privilegio, lejos de las multitudes que se agolpaban a su alrededor cuando operaba en un lugar público. Porque yo formaba parte de la intelectualidad. Aunque Pachita no iba al cine, sabía que yo era director y que había hecho una película de la que se había hablado mucho, El Topo. Me acerqué finalmente y vi a una viejecita enjuta y con una nube en un ojo. La frente abombada, la nariz ganchuda acababan de darle un aspecto de monstruo.

Apenas atravesé el umbral, ella me taladró con la mirada y me llamó: «¡Muchacho, tú, muchacho!». Me pareció raro oír que me llamaran «muchacho» teniendo yo más de 40 años. «¿De qué tienes miedo?», dijo. «¡Acércate a esta pobre vieja!» Lentamente, fui hacia ella, estupefacto. Aquella mujer había encontrado la palabra justa para dirigirse a mí pues yo no había madurado aún. Aunque no era un niño, mi grado de madurez no era el que corresponde a un hombre de mi edad. Interiormente seguía siendo un adolescente.

«¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres de esta pobre vieja?», me preguntó. «Eres sanadora, ¿verdad?», le pregunté. «Me gustaría verte las manos.» Ante el estupor de todos, que se preguntaban por qué me concedía aquella preferencia, ella puso su mano en la mía. Y aquella mano de vieja tenía una suavidad, una pureza… ¡Parecía la de una niña de 15 años! No podía creer a mis sentidos. «¡Oh, tienes mano de muchacha, de muchacha bonita!» En ese momento, me invadió una sensación difícil de describir. Frente a esa anciana deforme, creía encontrarme ante la adolescente ideal que el hombre joven que aún habitaba dentro mí había buscado siempre.

Ella tenía la mano levantada, con la palma hacia mí, y yo comprendía claramente que iba a recibir alguna cosa. Me sentía desorientado, no sabía qué hacer. Un murmullo se elevó de entre los asistentes: me decían que aceptara el don. Yo pensé rápidamente que el don de Pachita era de naturaleza inefable, pero yo quería hacer un gesto que denotara que aceptaba el regalo invisible. Así que hice ademán de tomar algo de su mano. Al acercarme vi que algo brillaba entre su anular y su dedo corazón. Tomé el objeto metálico, era un ojo dentro de un triángulo, precisamente el símbolo de El Topo… Empecé a hacer deducciones de aquella experiencia inaudita: «Esta mujer es una prestidigitadora extraordinaria.

Al poner su mano sobre la mía yo no había notado que escondiera ningún objeto. El golpe estaría preparado de antemano, pero ¿cómo se las había ingeniado para hacer salir ese ojo de la nada? ¿Y cómo sabía ella que ése era el símbolo de mi película?». Entonces le pregunté si podía servirle de ayudante y ella aceptó inmediatamente. «Sí», me dijo, «hoy me leerás tú la poesía que me hará entrar en trance». Empecé a recitarle un poema consagrado a Cuauhtémoc, héroe mexicano divinizado.

En ese instante, aquella vieja arrugada emitió un grito tremendo, como un rugido de león, y comenzó a hablar con voz de hombre: «¡Amigos, me alegro de estar entre vosotros! ¡Traedme al primer enfermo!». Empezaron a desfilar los pacientes, cada uno con un huevo en la mano. Después de frotarles con él todo el cuerpo, la bruja lo rompía y examinaba yema y clara, para descubrir el mal…

Si no hallaba nada grave, recomendaba infusiones o, a veces, cosas más extrañas como lavativas de café con leche. También aconsejaba comer huevos de termita o aplicar cataplasmas de patata cocida y excrementos humanos. Cuando el problema le parecía grave, proponía una «operación quirúrgica». Yo fui testigo de estas intervenciones y vi cosas irrepetibles; comparadas con ellas, las operaciones de los curanderos filipinos parecen manipulaciones anodinas.

¿Por ejemplo?

Podría relatar cientos de operaciones, pues seguí ejerciendo de ayudante durante algún tiempo. Quería estar en primera fila, para estudiar lo que allí sucedía, y fui testigo de cosas increíbles. Por ejemplo, el ambiente: casi siempre, Pachita operaba en su casa, una o dos veces por semana. El piso estaba im­pregnado de un olor pestilente, debido a que Pachita acogía a todos los animales enfermos del barrio, que vivían con ella temporalmente y hacían sus necesidades por todas partes. Era un suplicio esperarla oliendo caca de perro, de gato, de loro… A pesar de todo, en cuanto ella entraba en la sala para operar, el olor parecía esfumarse por efecto de su sola presencia. Sin duda, era su prestancia increíble, su porte de reina, lo que nos hacía olvidar aquellos vapores nauseabundos. Aquella viejecita tenía el aura de un gran lama reencarnado.

¿Qué cree que la hacía tan impresionante?

Muchas veces me he hecho esa misma pregunta. ¡Y es que Pachita impresionaba tanto a sus seguidores como a los incrédulos! Lo cierto es que disponía de una energía superior a la normal. Un día, la esposa del presidente de la República de México la invitó a una recepción que se daba en el patio del Palacio del Gobierno, en el que había numerosas jaulas con pájaros de distintas especies. Cuando Pachita llegó, aquellos pájaros que dormitaban hasta entonces despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba. Muchos testigos confirmaron el incidente.

Pero ella no sólo utilizaba su carisma, sabía crear a su alrededor el ambiente adecuado para cautivar tanto al visitante como al enfermo. Su casa estaba en penumbra, unas gruesas cortinas impedían que se filtrara la luz, de modo que, al llegar de la calle, tenías la sensación de entrar en un mundo de tinieblas. Varios ayudantes, todos convencidos de la existencia real del Hermano, como llamaba Pachita al espíritu con el que al parecer contactaba y que, según ella, realizaba las curaciones, conducían al recién llegado por un itinerario que éste tenía que hacer a ciegas. Creo que aquellos ayudantes desempeñaban un papel clave en el desarrollo de las «operaciones».

¿Quiere decir que ayudaban a la bruja a hacer juegos de manos?

Es posible que Pachita fuera una genial prestidigitadora. En realidad, eso nunca se sabrá. Lo cierto es que los ayudantes, cualquiera que fuera el papel que desempeñaran, no eran cómplices de una superchería; todos tenían una fe enorme en la existencia del Hermano. A los ojos de aquellas buenas gentes, esto era lo que importaba.

Pachita no era sino una excelente sanadora, un «canal», como diríamos hoy en día, un instrumento de Dios. Ellos respetaban a la anciana, pero cuando no estaba en trance no la veneraban. Para ellos, el ser desencarnado era más real que la persona de carne y hueso a través de la cual se manifestaba. Esta fe que envolvía a Pachita generaba una atmósfera mágica que contribuía a convencer al enfermo de sus posibilidades de sanarse.

¿Cómo se desarrollaba una consulta «normal» en casa de Pachita?

La gente, sentada en una sala en penumbra, esperaba su turno para entrar en la habitación en la que operaba la bruja. Todos los ayudantes hablaban en voz baja, como si estuvieran en un templo. A veces, uno de ellos salía de la «sala de operaciones» escondiendo en las manos un paquete misterioso. Entraba en el baño y, a través de la puerta semiabierta, se percibía el fulgor del objeto que se quemaba en el fuego. El ayudante salía y nos advertía en un murmullo: «No entren hasta que el daño se haya consumido. Es peligroso acercarse a él mientras está activo. Podrían pillarlo…».

¿Qué era realmente ese «daño»? No lo sabíamos, pero el mero hecho de tener que abstenerse de orinar mientras se producía una de aquellas inmolaciones con fuego provocaba una impresión extraña. Poco a poco, uno abandonaba la realidad habitual para dejarse arrastrar hacia un mundo paralelo totalmente irracional. Después, de pronto, salían de la sala de operaciones cuatro ayudantes portando un cuerpo inerte envuelto en un lienzo ensangrentado y lo depositaban en el suelo, como si fuera un cadáver. Porque, una vez terminada la operación y colocados los vendajes, Pachita exigía del paciente inmovilidad absoluta durante media hora, so pena de muerte instantánea.

Los operados, temerosos de ser aniquilados por fuerzas superiores, no hacían ni el menor gesto. Inmóviles, petrificados, parecían realmente muertos. No es necesario agregar el efecto que ejercía esa escenografía sobre el candidato. Cuando Pachita lo llamaba en voz baja, utilizando siempre la misma fórmula, «Ahora te toca a ti, hijito de mi alma», el paciente se echaba a temblar de pies a cabeza y regresaba a la infancia.

Por eso tal vez se puede decir que esta bruja no atendía a adultos sino a niños, porque así los trataba, cualquiera que fuera su edad. Recuerdo haberla visto dar un caramelo a un ministro mientras le preguntaba con su voz grave y cariñosa: «¿Qué te duele, mi niño?». La gente se abandonaba a ella en cuerpo y alma, to­mándola como antídoto de su terror.

Acaba de describir el ambiente, los preliminares, muy importantes, sin duda. Pero me gustaría saber cómo se desarrollaba en general la operación misma… Como «ayudante», usted tuvo que ser un testigo privilegiado.

¡No sé hasta qué punto, porque al igual que todos estaba bajo el poder de la magia del ambiente! Pachita hacía tenderse al paciente en un catre, siempre a la luz de una vela, ya que, según ella, la luz eléctrica podía dañar los órganos internos. Luego, señalaba el lugar del cuerpo que iba a «operar», lo rodeaba de algodón y derramaba un litro de alcohol encima. El olor del producto se extendía por la habitación, creando un ambiente de sala de operaciones. Ella siempre estaba acompañada por dos ayudantes -con frecuencia, yo era uno de ellos-y media docena de discípulos que tenían terminantemente prohibido cruzar las piernas, los brazos o los dedos, para facilitar la libre circulación de la energía.

De pie, a su lado, yo mismo vi cómo hundía el dedo casi por completo en el ojo de un ciego, o cómo «cambiaba el corazón» a un paciente, al que parecía abrirle el pecho con las manos, haciendo correr la sangre… Pachita me obligaba a meter la mano en la herida, yo palpaba la carne desgarrada y retiraba ensangrentados los dedos. De un tarro de cristal que tenía al lado, le pasaba un corazón llegado no se sabía de dónde -del depósito o del hospital-, que ella procedía a «implantar» en el cuerpo del enfermo de forma mágica: nada más ser colocado sobre el pecho, el corazón desaparecía bruscamente, como aspirado por el cuerpo del paciente.

Este fenómeno de «aspiración» era común a todos sus «implantes»: por ejemplo, Pachita tomaba un trozo de intestino, lo colocaba sobre el «operado» y en ese mismo instante desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza y meter las manos. Podías sentir el olor de los huesos chamuscados, oías ruido de líquido… La operación no estaba exenta de vio­lencia y constituía un espectáculo bastante crudo, a la mexicana, pero al mismo tiempo Pachita mostraba una dulzura extraordinaria.

¿Qué papel desempeñaban los adeptos presentes?

La bruja contaba mucho con ellos. A veces, parecía que la operación se complicaba, entonces Pachita y el propio enfermo pedían la ayuda activa de todos los presentes.

¿Podría dar un ejemplo?

Recuerdo operaciones durante las cuales el Hermano exclamaba de pronto por boca de Pachita: «El niño se enfría, pronto, calentad el aire o lo perderemos…». Todos corríamos inmediatamente, histéricos, en busca de un radiador eléctrico… Al conectarlo, ¡comprobábamos que habían cortado la electricidad! «¡Hagan algo o el niño entrará en la agonía!», bramaba el Hermano mientras el enfermo, al borde de la crisis cardíaca, viéndose sin duda con el vientre abierto y las tripas al aire, gemía, helado de terror: «¡Hermanos, os lo suplico, ayudadme!».

Y todos arrimábamos la boca a su cuerpo y soplábamos con todas nuestras fuerzas, angustiados, olvidándonos de nosotros mismos, tratando desesperadamente de calentarlo con nuestro aliento. «Muy bien, queridos hijos», decía de pronto la voz del Hermano, «ya sube la temperatura, ya pasó el peligro, ahora puedo continuar».

¿Nunca se les murió alguien?

No. Que yo sepa, nadie murió debido a las intervenciones de Pachita, a pesar de que muchas de ellas implicaban momentos críticos. En cierto modo, eso parecía formar parte del proceso.

¿Quiénes eran operados sufrían?

Yo diría que sí. La operación podía ser bastante dolo rosa. Cuando murió Pachita, el don pasó a su hijo Enrique, que empezó a operar como su madre. Asistí a una de sus operaciones y observé que el Hermano hablaba con más dulzura y que el cuchillo ya no hacía daño. Así lo hice observar a uno de los ayudantes, que me respondió: «De encarnación en encarnación, el Hermano va progresando. Últimamente ha aprendido a no hacer sufrir a los pacientes»

Dice que Pachita mostraba mucha dulzura, a pesar de su gran cuchillo. Usted fue atendido por ella, ¿verdad?

Sí, me dolía el hígado y sentía curiosidad por experimentar en mí mismo la operación. Pachita me dijo que tenía un tumor en el hígado y aceptó atenderme. Yo me presté al juego, diciéndome que no podía matarme. Porque, con toda la gente a la que había operado, si hubiera ocurrido un percance a alguno de sus pacientes, ya haría tiempo que habría estado en la cárcel.

¿No tenía miedo a sufrir, al dolor?

No, porque, para mí, aquello era teatro. Yo quería someterme a la operación para ver qué ocurría, y así lo hice. Pero cuando me vi en la cama, frente a Pachita, que tenía en la mano un gran cuchillo y estaba rodeada de fieles que rezaban, empecé a sentir miedo. Me hubiera gustado marcharme, pero ya era tarde. Noté que me cortaba con sus tijeras…

¡Sentí el dolor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corría la sangre y pensé que me moría. Después, me dio una cuchillada en el vientre y tuve la sensación de que me abrían las tripas… En mi vida me había sentido tan mal. Durante unos ocho minutos sufrí atrozmente y me quedé blanco. Pachita me hizo una infusión y sentí cómo la sangre volvía a correrme por el cuerpo. Después ella hizo como si me arrancara el hígado…

Finalmente, me pasó las manos por el vientre para cerrar la herida ¡y al momento desapareció el dolor! Si fue prestidigitación, la ilusión era perfecta: no sólo los presentes vieron correr la sangre y abrirse el vientre, sino que el mismo paciente sintió el dolor. Desde entonces, el hígado no ha vuelto a molestarme. Dejando aparte la curación, aquélla fue una de las grandes experiencias de mi vida. Aquella mujer era una montaña, tan impresionante como un mítico lama tibetano. Nunca sentí tanto pánico, ni tanta gratitud, como en el momento en que ella me dijo que estaba curado y que podía marcharme. En aquel instante, vi en ella a la Madre universal. ¡Qué shock psicológico! Pachita era una gran psicóloga, conocía el alma humana.

¿Llegó a sentir miedo con Pachita

¡Oh, sí! Ella sabía muy bien cómo utilizar una terapia del terror. A este respecto, me gustaría citar un testimonio redactado por Valérie Trumblay, mi ex esposa, que fue ayudante de la curandera en ese mismo tiempo:

Después de sufrir un aborto —había perdido a la criatura por bailar demasiado durante un ensayo teatral—, tenía dolores de ovarios. Los médicos no hallaban la causa y veían en los síntomas los efectos psicosomáticos de un sentimiento de culpa. Fuera lo que fuere, el dolor era real, insoportable, y hacía meses que duraba… Decidí consultar a Pachita. Ella me tocó el vientre, sin hacerme desnudar siquiera, y me dijo: «Estabas embarazada de gemelos. Aún llevas dentro un feto muerto. Tendré que operarte. Ven el viernes por la tarde en ayunas con un paquete de algodón, una venda y un litro de alcohol. Toma esta infusión durante los tres días que precedan a la operación».

El viernes, Pachita, en trance, me hizo asistir a una operación antes de intervenirme. El Hermano abre un cuerpo, saca el corazón que palpita, mete otro que dice haber comprado en un hospital, me hace tocar las vísceras, cierra la herida con una sola imposición de la mano y ordena a los ayudantes que lleven al operado a la sala de recuperación. «Ahora tú», me dice entonces la bruja. Yo me pongo a temblar de pies a cabeza, me castañetean los dientes, sudo. Cuando la veo levantar el cuchillo ensangrentado, me caigo al suelo y me quedo sentada, aterrada.

Entonces el Hermano me dijo severamente por boca de Pachita, que de repente adquirió una voz ronca de hombre: «Cálmate y échate aquí, si no, no podré hacer nada y se te gangrenarán los ovarios». Me levanté con la boca seca, con mucha dificultad, y me tendí en el catre. Mientras un ayudante me bajaba la falda para descubrir el vientre, los otros se pusieron a rezar bajo el retrato de Cuauhtémoc, el emperador venerado que, según ellos, no era otro que el espíritu que poseía a la bruja. Ésta empapó en alcohol unos algodones y me los puso sobre el vientre alrededor de la zona que se disponía a cortar.

Después, muy rápidamente, con un golpe frío de cirujano, me abrió el vientre. Sentí un vivo dolor, oí ruidos de líquidos, percibí el olor de la sangre y me creí muerta. Los tres minutos de la operación me parecieron interminables; mi corazón latía a mil por hora, tenía las tripas al aire y todo el cuerpo helado. Pero ella, o mejor dicho el Hermano, estaba imperturbable: ni una palabra, ni un gesto inútil, una precisión impresionante. De pronto sentí un dolor agudo, como si me arrancaran un trozo de víscera, y Pachita me enseñó una cosa negra y viscosa parecida a un pequeño pulpo. «Esto es el feto, está podrido.» El olor era insoportable. «Traedme una bolsa», ordenó.

Los ayudantes corrieron a la cocina y volvieron con una bolsa de plástico de supermercado. Pachita hizo un paquete con cuidado, lo ató con una cinta roja y lo dio a su hijo diciendo: «Esta noche lo tirarás al canal, a las aguas oscuras, dándole la espalda, y te irás sin volver la cara. Las cosas malignas se prenden de la mirada…». Luego cerró la herida con sus manos, y el dolor desapareció en un instante, al mismo tiempo que el miedo. Me vendó el vientre y me ordenó que guardara reposo durante tres días y que tomara un agua preparada especialmente para mí. Como yo era la última paciente del día, a esa hora Pachita debía recuperar su propio cuerpo y hacer que el Hermano volviera a su reino.

Yo me puse a llorar, tan fuerte que mis sollozos parecían sobrepasar la pequeña habitación. Mientras los ayudantes rezaban para que Pachita volviera a ser mujer, escuché una vocecita que gritaba llorando en el pasillo: «Mamá, mamá…». Me parecía que únicamente podía oírla yo, y exclamé: «Ahí fuera hay un niño que llama a su madre». Me ordenaron severamente callar y dejar irse al vampiro. Después de un mes pude caminar normalmente. Un dolor muy agudo me perforaba el vientre al menor movimiento brusco.

Pero el resultado de la operación fue tajante: nunca más volví a padecer dolor de ovarios, después de tanto sufrir. Desde entonces, me convertí en una incondicional de Pachita, y, en compañía de Alejandro, he asistido a muchas operaciones. No podría afirmar categóricamente si lo que vi era real o ilusión, pero sin embargo vi que esa mujer curaba a los que tenían fe en ella y, sobre todo, en el Hermano. Pachita consagró su vida entera a los que sufrían. Si aquello era trampa, tenía que ser una «trampa sagrada», como diría Alejandro.

Ahora me gustaría relatar un fracaso que, me parece, se debió a la falta de fe o a la mala fe del paciente. Yo conocía a una mujer norteamericana, rica y divorciada, que sufría manía persecutoria. Ella estaba convencida de que la muerte la perseguía, que circulaba a través de ella utilizándola a modo de canal. Su asistenta se había ahogado en la piscina, su madre había muerto en un accidente aéreo cuando iba a visitarla, un amigo suyo se había suicidado, etcétera. La llevé a casa de Pachita, después de haber avisado a ésta de que iba a presentarle a una posesa.

La norteamericana llegó a casa de la bruja en un estado de ánimo ambiguo. Yo intentaba persuadirla para que creyera, pero ella se cerraba en la desconfianza de la mujer blanca que visita un poblado indio. Entró en la sala de operaciones con aire de repugnancia y desprecio. Al verla entrar, el Hermano encarnado en Pachita enrojeció y, echando espuma por la boca y blandiendo el cuchillo con expresión asesina, se lanzó sobre ella, decidido a matarla. Entre los ocho que estábamos allí presentes sujetamos a la bruja, que luchaba con una fuerza tan grande que parecía casi imposible reducirla.

Entonamos un encantamiento y, al cabo de varios minutos de completo pánico y crisis de cólera rayana en la epilepsia, el Hermano se calmó. Se puso a acariciar la cabeza de la norteamericana, que de pronto estaba muy sumisa, como una niña amedrentada. «Ya lo ves, hijita», murmuraba el Hermano por boca de Pachita, «estás poseída por un demonio criminal. Sin saberlo, tú das la muerte. Tú deseas matar. No te engañes, sé sincera y date cuenta de que, por miedo al mundo y por rencor, estás llena de una sed de destrucción. Si quieres liberarte, debes seguir mis instrucciones al pie de la letra».

El Hermano le ordenó que fuera al mercado de hierbas medicinales y mágicas y comprara siete cintas de colores diferentes y un trozo de coral. Durante veintiún días, al acostarse, debía envolverse el cuerpo con las siete cintas y dormir cubierta como una momia, con el coral en el pecho, como un medallón. Para mí, el mensaje estaba claro: debía dormir cada noche envuelta en el arco iris, símbolo de la alianza con Dios, y purificada por la belleza humilde del coral. Pero la paciente no lo veía así. Terminada la consulta, volvió a asumir su antigua personalidad y creó todos los obstáculos imaginables para no seguir las instrucciones de ir al mercado.

Primero se rompió un dedo del pie, después propuso comprar las cintas en una tienda del centro, ya que el mercado le parecía un lugar sucio, lleno de indios piojosos… Al cabo de dos o tres semanas, la convencí para que me acompañara al mercado. Una vez allí, demostró una cicatería absurda, regateó en el precio del coral y de las cintas hasta llegar a enojarse por unos cuantos céntimos. Finalmente dejamos el mercado llevando el paquete en la mano, pero estuvo a punto de olvidarlo en el taxi sin demostrar el más mínimo interés por recuperarlo.

Ya hastiada, decidí cortar nuestro vínculo y nunca más volví a verla, la dejé en su mundo sin fe ni amor, víctima de sí misma… Años más tarde me enteré por la prensa de que había asesinado a su amante. Tenía razón Pachita: aquella mujer era una asesina. El Hermano, al tratar de abalanzarse sobre ella para matarla, actuaba como un espejo. Ella se aferraba a sus sufrimientos, no quería cambiar, por lo que no pudo beneficiarse de la sabiduría transmitida por Pachita, a la que fue a consultar únicamente porque yo se lo pedí, sin tener fe verdadera en su poder. Con todo esto quiero decir que era necesario colaborar con la hechicera. El Hermano no podía curar a quien no lo deseara profundamente y se negara a colaborar.

PACHITA UNA DE LAS CURANDERAS MEXICANAS MÁS PODEROSAS

Podía ocurrir que una persona tuviera fe, pero no deseara recobrar la salud. Recuerdo, por ejemplo, a una mujer llamada Henriette, paciente de un médico amigo nuestro a la que no le daban más de dos años de vida. Henriette estaba enferma de cáncer y ya le habían extirpado los dos pechos. A instancias de su médico, que era partidario de intentarlo todo, me acompañó a México. Aunque muy deprimida, se declaró dispuesta a dejarse operar por Pachita. Ésta le propuso purificarle la sangre inyectándole dos litros de plasma procedentes de otra dimensión, materializados por el Hermano.

Llegó el día y, tras el consiguiente ceremonial, Henriette se encontró tendida en la cama. El Hermano le clavó el cuchillo en el brazo y oímos caer la sangre en un cubo metálico, era un chorro espeso y maloliente. Después, el Hermano introdujo en la herida el extremo de un tubo de plástico de un metro de largo, levantando en el aire el otro extremo para conectarlo con lo invisible. Pudimos oír el sonido de un líquido que manaba suavemente desde un lugar incierto, y en ese momento el Hermano dijo: «Recibe el plasma santo, hijita, no lo rechaces».

Al día siguiente de la operación, Henriette estaba triste. No creía en los efectos de la «transfusión» y se sentía abatida. Intenté hacerla reaccionar, pero fue imposible. Estaba petulante como una niña, arisca y egoísta. Me culpaba de querer sustraerla de su calvario. Dos días después, le salió en el brazo un gran absceso purulento. Muy asustada, llamé a Enrique, el hijo de Pachita, quien, después de consultar a su madre, me dijo: «Tu amiga tiene fe en la medicina, pero la rechaza. Quiere deshacerse del plasma santo. Que esta noche haga sus necesidades en un orinal y mañana por la mañana se aplique el excremento en el brazo, para que explote el foco de la infección».

Transmití el mensaje a Henriette, que se encerró en su habitación. No sé si siguió el consejo o no, pero la verdad es que el absceso reventó dejando un agujero muy grande, tan profundo que se veía el hueso. Inmediatamente la llevé a casa de Pachita, que, convertida en el Hermano, dijo a la enferma con su voz de hombre: «Te esperaba, hijita, voy a darte lo que deseas. Ven…». La curandera la tomó de la mano como a una niña, la llevó a la cama y, sorprendente­mente, se puso a tararear una vieja canción francesa, mientras balanceaba el cuchillo ante los ojos muy abiertos de la enferma. Tuve la impresión de que la hipnotizaba. Entonces le preguntó:

-Dime, ¿por qué quisiste que te cortaran los pechos?

A lo que Henriette, con su voz de niña, contestó:

-Para no ser madre.

-Y ahora, mi querida niña, ¿qué quieres que te corten?

-Los ganglios que se me hinchan en el cuello.

-¿Por qué?

-Para no tener que hablar con la gente.

-¿Y después, hijita?

-Me cortarán los ganglios que se me hinchan debajo de los brazos.

-¿Por qué?

-Para no tener que trabajar.

-¿Y después?

-Me cortarán los que se me hinchan cerca del sexo, para que pueda estar sola conmigo misma.

-¿Y después?

-Los ganglios de las piernas, para que no puedan obligarme a ir a ningún sitio.

-¿Y qué quieres después?

-Morirme…

-Muy bien, hijita, ahora ya conoces el camino que seguirá tu enfermedad. Elige: o seguir ese camino o curarte.

Pachita le puso un emplasto en el brazo, y a los tres días la herida había cicatrizado. Henriette decidió regresar a París, y murió dos semanas después. Cuando di la triste noticia a Pachita, me respondió: «El Hermano no viene sólo a curar. También ayuda a morir a quienes lo desean. El cáncer y las otras enfermedades graves se presentan como guerreros, siguiendo un plan de conquista preciso. Cuando le muestras a un enfermo que busca aniquilarse a sí mismo el camino que lleva su enfermedad, se apresura a seguirlo.

Por esta razón, la francesa, en lugar de estar dos años sufriendo, dejó de luchar. Se rindió a su enfermedad y la ayudó a realizar su plan en dos semanas». Aprendí la lección: antes yo creía que, para salvar a una persona, bastaba con hacerla consciente de su impulso de autodestrucción. Este caso me hizo comprender que ese descubrimiento también podía acelerar su muerte.

En efecto, el testimonio de Valérie es muy interesante, en concreto por lo que se refiere a la relación entre la curación y la fe, y a la importancia del deseo de vivir. ¿Qué opina usted? ¿Había que tener fe para curarse?

No necesariamente. Todo lo que cuenta Valérie es rigurosamente cierto, pero no se puede extraer de ello un principio general. Sin duda, era preferible tener fe, pero no era una condición sine qua non. Por otra parte, Pachita parecía saber bien cómo convencer a los escépticos, tal como hizo cuando me puso en la mano el emblema de mi película. Un día le llevé a Jean-Pierre Vignau, un especialista de cine. Era un coloso, campeón de karate, no creía en estas cosas y no pretendía dejarse embaucar por una vieja mexicana. Tenía una lesión en una pierna y le aconsejé que fuera con mi mujer a casa de Pachita. Él se mostraba reacio, pero como yo lo acusaba de tener miedo, finalmente aceptó, aunque jurando que no se dejaría tomar el pelo.

¿Y cuál fue el resultado del enfrentamiento entre la anciana hechicera y este héroe de película?

Resulta que Vignau quedó tan impresionado con la historia que él mismo la cuenta en sus memorias Corps d’acier, publicadas en 1984 por Robert Laffont. Leeré el pasaje. Este testimonio de un escéptico confirma lo que he dicho sobre Pachita:

Durante aquella estancia en México, en casa de Alejandro, conocí a la persona más insólita de toda mi existencia. La más insólita y, al mismo tiempo, la más real. Hacía meses que yo padecía un desgarro en el muslo. Y no era pequeño sino un bulto como de dos puños, con un orificio en el centro. En París, había estado semanas visitando médicos y especialistas para que me lo arreglaran.

Pero no había forma. Lisa y llanamente me decían que dejara el karate, porque aquello no tenía remedio. Una noche, Jodorowsky dijo a Valérie, su esposa, que tal vez podrían llevarme a visitar a Pachita, una vieja curandera de México. Aquí la llamaríamos bruja. Y una mañana temprano salgo rumbo a casa de Pachita con Valérie, que lleva en la mano un huevo crudo, imprescindible para el tratamiento.

Llegamos a una callecita no muy ancha. Un portalón de madera. Valérie llama. La puerta se entreabre y se asoma un buen hombre al que mi amiga explica el motivo de nuestra visita. El hombre nos deja entrar. El patio está lleno. Hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, sobre todo pobres, indios, mestizos, mexicanos típicos con capazos, comida y críos colgados a la espalda, gente que conversa, discute, vocifera. Al fondo del patio, sobre un montón de leña, un aguilucho contempla la escena con mirada penetrante y tranquila.

Esperamos. Pasados unos veinte minutos, se abre una puerta de la casa que rodea el patio. Sale una viejita, una señora anciana. Se parece a muchas de las mujeres que están en el patio. Es muy bajita, gruesa, encorvada, tiene una nube en un ojo, con el que parece ver mejor que con el otro, ver lo que no ve con el bueno. Imposible calcular su edad.

Podrían ser cien años o cincuenta. Mira a los que estamos en el patio, elige a un hombre, le tiende la mano. Tú… El hombre se levanta y la sigue a la casa. Después de un rato, un buen rato, sale. Ella vuelve a mirar a los reunidos y me señala con el dedo. Tú… Es a mí. Noto que adoptó una actitud mental de apertura frente a esta persona insólita. Me digo: «No conozco nada ni sé nada. Por lo tanto, me abro. De todos modos, peor no va a quedar mi pierna».

Algo sorprendido por pasar antes que otros -Alejandro luego me explicó que Pachita considera que los hombres deben pasar antes que las mujeres, porque soportan peor el dolor y las mujeres pueden esperar-, fui tras ella, acompañado de Valérie, que le explicaba mi caso en español.

De pronto, la viejita se vuelve hacia mí y me hace dos o tres movimientos de karate muy rápidos, mirándome con su ojo blanco. En aquel momento, si me hubiesen preguntado su edad, yo habría dicho veinte años. Luego, toma el huevo crudo que ha traído Valérie, lo casca y me lo frota por todo el cuerpo: la cara, las mangas, la camisa, el pantalón. A continuación, hace lo mismo con un líquido blanco que saca de una botella enorme que tiene detrás. Estoy embadurnado de pies a cabeza. Me toca la pierna, los bultos del desgarro.

Luego se vuelve, se acerca a una especie de altarcito, como un pequeño nacimiento, con figuritas y velas, y se pone a rezar en voz baja. Yo escucho; no comprendo nada, pero escucho. La habitación está en penumbra, iluminada por tres o cuatro velas. Una mesa en la que los pacientes se acuestan para ser operados, dos o tres ayudantes que están allí para aprender o para que ella les transmita su don. Y Pachita que reza. Luego deja de rezar, se vuelve hacia sus ayudantes y les dicta una lista de productos, hierbas, plantas. Dan la lista para mí a Valérie. Yo la miro.

-Y a todo esto, ¿Cuánto tengo que darle?

-Dale lo que quieras, un peso, dos…

Metí la mano en mi bolsillo y saqué lo primero que encontré, un billete que equivalía a no sé cuántos pesos, lo he olvidado, y volvimos a salir al patio. Nos fuimos a uno de esos grandes mercados mexicanos en los que todo es color, griterío y movimiento, y donde al ver la vitalidad de la gente uno piensa, al igual que en África, que no sienten el calor. En aquel mercado un poco demencial, compramos lo que necesitábamos. Cuando volvimos a casa de Alejandro, Valérie cocinó un potaje con todo e hizo una cataplasma que me puso en el muslo.

La llevé puesta durante tres semanas. Con ella hacía mi vida normal e incluso entrenaba. Después de tres semanas, me la quité. ¡Había desaparecido completamente! No sentí más dolor que el tirón al quitar la cataplasma, que me arrancó el vello. El desgarro estaba curado. Y nunca más he vuelto a sentirlo. Evidentemente, aquellos que no han vivido una situación similar pueden cuestionar la veracidad de la minoría que sí lo ha hecho. Pero yo afirmo que Pachita me había curado realmente.

Éste es el testimonio de Jean-Pierre. Interesante, ¿no te parece?

LA POESÍA MÁGICA DE MARÍA SABINA, LA CURANDERA OAXAQUEÑA

¡Por supuesto! ¿Y qué puede deducirse de todo ello?

Yo nunca diría que las manipulaciones de Pachita fueran verdaderas operaciones; pero tampoco diría lo contrario. Y finalmente, saqué la conclusión de que eso no era importante. En realidad, lo que hace que estas cosas nos intranquilicen es nuestra creencia en un mundo «objetivo», nuestra mentalidad moderna autodenominada racional. Siempre pretendemos situarnos como observadores distantes de un fenómeno supuestamente externo cuyos mecanismos deben ser nítidamente delineados. En la mentalidad «chamánica», por el contrario, este problema ni se plantea. No hay ni sujeto observador ni objeto observado, sólo está el mundo, sueño hormigueante de signos y símbolos, campo de interacción en el que confluyen fuerzas e influencias múltiples.

En ese contexto, saber si las operaciones de Pachita son «reales» o no resulta incongruente. ¿Qué realidad? Desde el momento en que entras en el campo energético de la bruja, te integras en su realidad y ella a su vez entra en la tuya, ambos evolucionan en una realidad donde las prácticas de curación son operantes. ¡Y el hecho es que muchas personas se han curado realmente! Por otro lado, ateniéndome al punto de vista llamado «objetivo», nunca pude descubrir el «truco», a pesar de haber estado a su lado semana tras semana durante horas… En cualquier caso, no se puede sino reconocer el genio de Pachita. ¡Si lo suyo era teatro, qué gran actriz! ¡Si era ilusionismo, esta buena mujer fue la ilusionista más grande de todos los tiempos! Y qué psicóloga…

¿Qué le enseñó? ¿Qué ha rescatado de todo ello para integrarlo luego en la práctica de la psicomagia?

En primer lugar, aprendí a tratar a las personas. Gracias a ella, comprendí que todos -o casi todos- somos niños, a veces adolescentes. Lo primero que hacía Pachita era tocar con sus manos a todo el que acudía a ella, con lo que establecía una relación sensorial e infundía confianza a las personas. Se producía un fenómeno extraño: desde el momento en que sentías en ti sus manos, se transformaba para ti en una especie de madre universal y no podías resistirte. Así me sucedió también a mí, a pesar de que, por entonces, yo rechazaba a los maestros y me negaba a someterme.

Sin embargo, al tocarla mi resistencia se derretía como la nieve al sol. Pachita sabía encontrar en el adulto, incluso en el más seguro, un niño dormido, ansioso de amor, y el contacto era más eficaz que las palabras para establecer confianza y abrir su estado receptivo. Este contacto también parecía permitirle hacer el diagnóstico. Recuerdo, por ejemplo, la ocasión en que le llevé a un amigo francés. Hacía tiempo que sentía dolores, y los médicos franceses habían necesitado seis meses para diagnosticarle un pólipo en el intestino. Pachita le pasó las manos por el cuerpo e inmediatamente detectó la presencia de un bulto en el intestino. ¡Mi amigo se quedó atónito!.

Pero, aparte de manifestar estas facultades casi adivinatorias, aquella bruja practicaba a veces lo que hoy me parecen actos psicomágicos maravillosos: un día recibió a un hombre que estaba al borde del suicidio porque no soportaba la idea de quedarse calvo a los 30 años. Había probado todos los tratamientos posibles sin éxito. El Hermano le preguntó por boca de la anciana: «¿Crees en mí?». El hombre respondió afirmativamente, y de hecho, tenía fe en Pachita. El espíritu le dio entonces estas instrucciones:

«Consigue un kilo de excrementos de rata, orina encima y mézclalo bien hasta obtener una pasta que te aplicarás en la cabeza. Este remedio te hará crecer el pelo».

El hombre se quejó suavemente, pero Pachita insistió, diciendo que, si quería evitar la calvicie no había más remedio. Él decidió entonces someterse a este insólito tratamiento. Tres meses más tarde volvió a visitarla y le dijo: «Es muy difícil encontrar excrementos de rata, pero al fin localicé un laboratorio en el que crían ratas blancas. Convencí a un empleado para que me guardara los excrementos. Cuando reuní el kilo, oriné encima, hice la pasta y entonces me di cuenta de que me daba lo mismo no tener pelo. Por lo tanto, no usé el ungüento y decidí aceptar mi suerte».

Yo vi en aquello un acto de psicomagia elemental. Pachita le pidió un precio que él no estaba dispuesto a pagar. Cuando se encontró ante la acción misma, comprendió que podía perfectamente aceptar su destino. Ante la exigencia real, prefirió seguir siendo calvo. Salió de su mundo imaginario para mirar de frente al mundo real. Estas instrucciones, absurdas a primera vista, le dieron ocasión de madurar, le hicieron pasar por todo un proceso al final del cual le fue posible aceptarse tal como era. Así concibo yo la psicomagia. Muchas veces, Pachita inducía a las personas a realizar un acto insólito que, a fin de cuentas, se orientaba a reconciliarlos con un aspecto de ellos mismos.

Recuerdo a una persona para quien el dinero representaba un gran problema, una persona incapaz de ganarse la vida. La vieja le impuso un extraño ceremonial: el «paciente» debía orinar todas las noches en un orinal, hasta que estuviera lleno. Después, tenía que dejar el orinal debajo de la cama y dormir treinta días encima de su orina. Yo fui testigo de la consulta y, por supuesto, me pregunté cuál sería su significado. Poco a poco fui encontrando su sentido: si una persona que no sufre ninguna disminución física ni intelectual no consigue ganarse la vida es porque no lo quiere.

Una parte de sí misma se opone a ello y se encuentra en conflicto con el dinero. Ahora bien, seguir las instrucciones de Pachita podía implicar exponerse a un verdadero suplicio: no hace falta mucho tiempo para que la orina conservada día tras día bajo la cama apeste. El paciente que es obligado a dormir encima del orinal queda impregnado de sus propios efluvios, descansa junto a la maceración de sus desperdicios. Por otra parte, este ejercicio requiere un espíritu de sacrificio y desarrolla la fuerza de voluntad. Porque es necesario tenerlos para soportar todas las noches el encuentro con la propia orina…

Sin duda, pero ¿qué relación tiene eso con el dinero?

En primer lugar, una relación simbólica: la orina es de color amarillo, como el oro. Pero, al mismo tiempo, es un desecho… Producir desechos es una necesidad fisiológica, y la necesidad de orinar o defecar es en sí misma producto de otra necesidad, la de comer y beber. Ahora bien, para atender a esas necesidades, hay que ganar dinero. El dinero, en la medida en que representa energía, tiene que circular…, y aquella persona no se ganaba la vida porque sentía repulsión por el dinero, que consideraba sucio, vil… En esa persona, el concepto del dinero como energía estaba bloqueado.

Lo necesitaba, pero no quería verse activa en su manipulación. Una parte de ella se negaba a intervenir en el movimiento que hace que el dinero entre y salga, se transforme en alimentos… Le asqueaba reconocer el legítimo lugar del «oro» en esta red que constituye toda existencia. Pachita le obligó a dominar ese miedo. Al encontrarse cada noche solo con su orina estancada, el paciente tuvo la visión de que el oro-excremento no es «sucio» si circula.

Si uno se niega a verlo y lo mete debajo de la cama, empiezan los problemas… El «oro» hedía porque esa persona le había asignado un lugar vergonzoso. Finalmente, como te decía, el solo hecho de practicar el ejercicio hasta el fin le obligó a ejercer su voluntad, cualidad imprescindible para ganarse la vida normalmente.

A propósito, ¿Pachita requería algún pago a sus pacientes?

No; no exigía honorarios, pero la gente le hacía donativos. Cuando operaba, siempre tenía cerca de ella un cesto con una gran bolsa en donde los pacientes ponían lo que querían. No se podía acusar a Pachita de estar al frente de un business. Aunque, por supuesto, los que tenían dinero le pagaban bien; porque, sin duda, era una experiencia impagable hacerse atender por esa mujer… Ella no curaba para ganar dinero, ganaba dinero porque curaba.

Volvamos a su experiencia y a lo que supuso para usted ese encuentro con ella, en cuanto a la psicomagia.

Su contribución a la psicomagia es tan simple como esencial: observándola, descubrí que, cuando se simula una operación, el cuerpo humano reacciona como si sufriera una verdadera intervención. Si yo te comunico que abriré tu vientre para extirparte un trozo de hígado, si te obligo a tenderte en una mesa y reproduzco exactamente todos los sonidos, todos los olores y las manipulaciones, si sientes el cuchillo en la piel, si ves saltar la sangre, si tienes la sensación de que mis manos te revuelven las entrañas y extraen algo de ellas, estarás «operado». El cuerpo humano acepta directa e ingenuamente el lenguaje simbólico, al modo de los niños. Pachita lo sabía y era una maestra suprema en el arte de utilizar ese lenguaje de manera operativa, nunca mejor dicho.

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Jacobo Grinberg/operación de páncreas

Así pues, ¿Pachita era ante todo una especialista en comunicación simbólica?

Absolutamente. Además, observaba con mucha atención los objetos, las joyas que llevabas. Recuerdo a una mujer con una pulsera ovalada, en la cual, en un orificio también ovalado, estaba incrustado un reloj. Aquello tenía que ser, sin duda, un regalo de su madre, y Pachita descubrió inmediatamente que esa mujer no resolvería sus problemas hasta que se librara de la influencia de su madre. Era evidente además que aquel orificio simbolizaba a la madre, en el seno de la cual se mantenía aún la hija-reloj. Intuitivamente, Pachita descifró el mensaje simbólico y recomendó todo un ritual para deshacerse del objeto.

Para ella nada era insignificante, el mundo era como un bosque de símbolos en relación permanente. Estando en contacto con ella me abrí al lenguaje de los objetos, al significado que encierran, por ejemplo, los regalos: todo obsequio tiene un sentido, se inscribe en una dinámica de posesión y comunicación. Olvidar una cosa en casa de un amigo, por ejemplo, o en un sitio público no tiene nada de gratuito. La brujería primitiva conoce el mecanismo de estas interacciones y las domina más o menos. Pero se trata, desde luego, de un conocimiento intuitivo, no intelectual ni científico.

El brujo o chamán probablemente sería incapaz de describir rigurosamente su propia práctica; para ello tendría que situarse en el exterior, verse actuar y descifrar su funcionamiento. Ahora bien, su poder está precisamente en el hecho de mantener con el mundo una relación interna.

Él no es espectador de un mundo «objetivo» inanimado, sino parte integrante de un universo subjetivo en el que todo está vivo. La misma Pachita entendía las enfermedades como seres animados: el tumor era una criatura maléfica que merecía ser quemada viva, y de pronto oías como trinos de pájaros. A veces extirpaba del cuerpo enfermo una forma en movimiento que veías agitarse en la penumbra como un títere. Ella materializaba la enfermedad, que así perdía su poder como enemigo invisible -y por ello tanto más amenazador-, y la encarnaba en una figura vagamente grotesca, que merecía recibir la muerte. Del vientre de un homosexual vi cómo sacaba un falo negro que resoplaba como un sapo…

Algo digno de uno de sus happenings… Lo que usted describe son realmente escenas «pánicas».

¡Digno de Goya! No sé cómo lo hacía para llevarnos a ese mundo barroco… ¿Trance, alucinación colectiva, prestidigitación genial? De todos modos, si había trampa, era una trampa sagrada. Quiero decir que sus actos mágicos resultaban eficaces. Pachita aliviaba a la mayoría de los que iban a verla, por eso quise observarla y aprender de ella…

Pero situándose en una lógica un poco diferente: a diferencia de un Castaneda, que después de recibir el mensaje de don Juan se convierte él mismo en chamán, usted no pretende ser brujo. Usted se contenta con asimilar ciertos principios universales para transportarlos a una actuación no mágica, sino «psicomágica».

Es cierto, porque yo no provengo de una cultura «primitiva». En mi opinión, salvo excepciones -no me pronuncio sobre el caso de Castaneda, a quien conocí en México en aquella época-, no puedes convertirte en chamán o brujo si no has nacido en un contexto primitivo. Con la mejor voluntad y la mayor amplitud de criterio del mundo, no se libera uno tan fácilmente de todo su bagaje occidental y racional.

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