Los faquires de la Raza, entre lo místico y lo mendigo
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Los faquires de la Raza, entre lo místico y lo mendigo

Hemos recorrido tres vagones y la sangre ya hizo presencia; las monedas no. Los faquires viajan sin playera. Con el torso a la vista, henchido de cicatrices, currículo de la experiencia que tienen en el oficio. Los faquires de la raza en el Metro de la Ciudad de México se trepan a los tubos de los vagones, improvisar acrobacias y caer de espaldas en un montón de vidrios que esperan sobre un trapo añoso. La piel contra el filo.

Faquir, en la concepción árabe clásica, es un asceta que practica duros ejercicios de mortificación (automutilación, dormir sobre camas de clavos). La palabra se traduce como «pobre» o «místico mendigo». Y en su connotación popular hace referencia al espectáculo callejero del dolor. Pero los faquires del Metro no piensan en la trascendencia espiritual, sino en la moneda que los usuarios puedan sacar del bolsillo a cambio de un numerito que no pidieron, y que los ha sacado del trance soporífero de la entraña bestial de los infiernos del transporte citadino.

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Fotos: Daniel Geyne / @dangep

Miguel, “Chino”, lo heredó de su papá; José Luis, “Coreanito”, de su hermano mayor. Los conocí meses atrás, en un Mundialito de Futbol entre casas hogar, albergues y niños de la calle. Los faquires de La Raza ganaron el primer lugar en la categoría de basquetbol. Lucían cuerpos cobrizos, en forma, pletóricos de rajadas cicatrizadas.

Mientras algunos funcionarios daban discursos sobre el cambio social y entregaban medallas y reconocimientos, unos metros más allá los faquires se volcaban sobre solventes y marihuana. «No somos de la calle, la neta, a nosotros nos gusta trabajar, vestir bien, traer acá, un celular chido», me diría entonces uno de los líderes de la pandilla embrutecida.

Llegamos justo al inicio de su jornada. Hace un calor mortecino en el norte de la ciudad. En la orilla de la estación La Raza un “boina” (policía) vigila. Nos lanza una mirada pendenciera. Chino y Coreanito no atienden; lo ignoran. Quitan etiquetas a un montón de botellas que han sacado de quién sabe dónde.

Coreanito golpea la boquilla de cada pieza con la base de otra para deshacerse del cuello. Chino destruye lo que resta y se deshace de la base. Una playera que alguna vez fue blanca recibe las afiladas piezas. Caleidoscopio macabro para estos niños. Ni Chino ni Coreanito han rebasado la mayoría de edad.

El boina sigue mirando.

—¿Le dan mordida a los policías?

—No, tenemos que ponernos locos por si se quieren pasar de verga.

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Coreanito sigue despreocupado. La dureza y el vértigo de su actividad parece dotarlo de cierta seguridad adulta. Junta los cuellos y las bases de las botellas en un trozo de tela y lo desliza por debajo de las rejas que dividen el andén del Eje Central. Ahí, afuera, en la tierra, se acumulan deshechos de cientos de botellas rotas en tapiz multicolor.

A Coreanito y Chino los acompañan sus novias. Ambos tienen 16 años y en un par de meses Chino será padre. Una de las chicas, que ya muestra una protuberante panza, lleva la gorra de su sudadera puesta. Le cubre la mitad de la cara. Son tímidas y risueñas.

No me responden cuando les hablo. La mayor, novia de Coreanito, tiene 19 años; la de Chino 16 y se escuda todo el tiempo en el pecho desnudo de su joven y fortachón faquir. La otra pequeña tiene nueve años y va con el grupo porque su mamá es pareja de un faquir de otra ruta. Ninguna de las tres estudia en escuela alguna.

En el trabajo que no tiene horarios y tampoco jefes, ellos deciden cuándo parar. Coreanito se levanta y lanza su mochila al letrero de la estación. Parece retar al policía. La mochila se atora frente a la mirada indiferente del boina. Y esa acción funciona como la chicharra de una fábrica. Es la hora de entrar. Todo está listo para empezar a trabajar.

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Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) cinco de cada 10 niños y adolescentes que trabajan en México no reciben ingreso por ello. Hasta hace unos tres años el país contaba con dos y medio millones de niños trabajando. Casi el 30% ocupaba en ello más de 35 horas a la semana. Chino y Coreanito trabajan el doble. No descansan los fines de semana y sus jornadas diarias llegan a ser hasta de 12 horas.

—Seguro están drogándose –me dice un joven moreno y menudo, con dientes grandes que me disparan saliva con cada palabra. Atiende un puesto de dulces y fritangas en las escaleras por las que uno se interna al Metro.

Su tono se pierde entre la risa y el coraje. Su cara, afable a primera vista, no coincide con lo hosco de su respuesta. No indago por qué. Quizá los faquires y los vendedores no la llevan tan bien. Solo le pregunté si los había visto, y no estoy en el sitio para reclamar, no lo deseo—.

Esperamos mirando los vagones. Unos minutos más tarde bajan tres jóvenes, uno no lleva camisa. Son ellos, los faquires. Corremos para darles alcance. Subimos al mismo tren. Los interrumpo cuando han comenzado su discurso.

Ya hemos pactado con ellos si podemos acompañarlos, entrevistarlos y mostrar sus nombres y rostros en las fotografías. Pero olvidábamos la pila de la cámara, así que quiero reagendar la entrevista.

—No hay pedo carnal. Mañana estoy aquí desde las nueve de la mañana –me dice Coreanito, el más entusiasmado de los tres.

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Subimos al vagón justo en medio del convoy y comienza la palabrería: “Ánimo gente. Que tengas bonita tarde. Como verás no venimos a robarte ni a intimidarte, salimos día a día a ganarnos una moneda honradamente para poder comer y llevar el pan a nuestra casa”.

Es turno de Chino para retar el filo. Coreanito ha dado el discurso y las tres chicas piden las monedas o algún alimento. El dinero termina en la playera, con los vidrios. Al final se contará y se dividirá.

El grupo fluye astuto sobre el tren en movimiento. Se desliza con avidez. Como una manada organizada. Los intrusos no entorpecemos su rutina. Dos minutos, el tiempo aproximado de estación a estación, bastan.

Todo está calculado: un par de maromas sobre el cristal, rutinas marcadas. Ni más, ni menos. Corremos a la próxima puerta, y allí nos esperan sosteniéndola para que podamos pasar. Les perdemos el ritmo.

Coreanito es delgado y alto. Sus piernas se asoman por su bermuda y su torso robusto contrasta con el resto de su cuerpo. Sus ojos son rasgados, igual a los de su hermano mayor, el Coreano, quien lo metió de faquir. Coreanito «no quiere tener hijos por el momento» dice en alusión a la paternidad de su colega y amigo. Su cara infantil no coincide con la firmeza de su labia.

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Tomo un lugar dentro. Los pasajeros, en su mayoría godínez, estudiantes y señoras regordetas, me observan con cierta extrañeza. Chino coloca la playera y luego de un par de acrobacias en los pasamanos aterriza con una vuelta que lo hace caer de espalda en los vidrios. En su cara, que busca amortiguar el impacto, se dibuja la mueca de quien sabe que algo está por ocurrir. Pero hay saldo blanco, ni una gota de sangre.

—No les voy a dar dinero porque lastimen su cuerpo —dice una señora que lleva una figura religiosa de cerámica de un metro de altura. Descansa a un lado de ella, tiene una túnica rosa, el cabello rubio y las manos estiradas al cielo. Parece pedir algo. Una bolsa de plástico le cubre la cabeza—.

Chino es bajo de estatura, tiene el cabello rizado y su cuerpo fornido delata las horas diarias de ejercicio. Está consciente de su futura responsabilidad, o al menos eso dice. Está ahorrando, entró a una tanda, y junto a su pareja aparta dinero para los gastos del parto. Estudia la secundaria y no quiere que su hijo siga sus pasos.

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—Yo soy de los mejores faquires –suelta ante la risa de Coreanito—.

Sus acrobacias lo confirman. La cámara hace su función. Chino se luce. Hace su mejor exhibición. Después de algunos saltos más las heridas aparecen, pero no hay muestra de dolor. Los pasajeros se asustan cuando lo ven trepando y dando vueltas arriba.

El ruido del metal los saca de su pasividad e indiferencia. Coreanito, por su parte, es bueno para la palabrería. No usa siempre el mismo discurso, no lo sabe de memoria. Y aunque no necesita estar sin playera, se la quita. Es su uniforme.

Llegamos a la terminal. Nos quedamos solos en el tren. Les pedimos que posen para unas fotos y no chistan en hacerlo pese a la cábula.

—¡Una porra para el Chino!

—¡Ehhhhh Putoooooooo! –retumba en el vagón.

Comparten una Coca-Cola que un usuario les dio. Chino ya tiene un par de heridas. Una en la espalda y la otra en el brazo.

—¿Cómo te las curas?

—En mi casa me las lavo machín con jabón Zote, hasta que se me quite la costra, me salga sangre y se me limpie.

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Salimos del Metro para seguir con la plática y hacer más fotos. Afuera hay unos columpios olvidados. Alguien viene detrás de nosotros. Es “Cheque”. Está drogado, inhala algún solvente, y su presencia incomoda a los jóvenes faquires.

Al parecer, Cheque fue uno de los primeros en el negocio, o al menos eso balbucea. Se quita la playera y nos muestra su cuerpo enclenque con cicatrices. Quiere que lo entrevistemos y le tomemos fotos; pero no alcanza a explicarlo bien. La droga le traba la lengua.

—¡A ti nadie te está hablando!

—¡Vete a chingar a tu madre Cheque antes de que te la rompa!

La tarde cae y la sesión de preguntas y respuestas no aporta mucho. Chino y Coreanito están incómodos. La presencia de Cheque los pone alerta.

—¿Piensan dedicarse toda su vida a esto?

—No. Ya estamos estudiando para echarle más ganas. Tú y yo sabemos que esto se va a acabar algún día. Por eso queremos seguir en la escuela -el que habla es Chino.

—No siempre voy a vivir de esto, algún día tengo que ser algo en la vida –interrumpe con seriedad Coreanito.

Cuentan que la Línea 5, que va de Politécnico a Pantitlán, ya es un punto rojo. La gente los denuncia. Dicen que son rateros.

—Al chile nosotros no somos carnal, ustedes vieron -se defienden.

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Chino y Coreanito caminan siempre de la mano y abrazando a sus novias. Ser faquir es algo temporal, han dicho. Antes ya habían paleteado, payaseado y palabreado.

—¿Dónde viven?

Chino y Coreanito cruzan miradas. Titubean en su respuesta. Coreanito se adelanta y dice que antes vivía en Nezahualcóyotl. Chino remata: después de la chamba se irán a casa a cenar, a darse un baño y a ver películas. Trabajan todo el día.

Cuando les va bien sacan 400 pesos y los dividen entre los dos. Eso es un día bueno. “Hay veces que en cinco o seis horas apenas juntamos un tostón”. Cuando eso pasa no paran hasta conseguir por lo menos cien, para poder pasar el día.

Y se tienen que andar cuidando. Si los agarra la policía, dicen, son 200 pesos por la multa de cada uno. Pero el dinero es lo de menos, a veces amenazan con llevarlos al DIF y eso los aterra.

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Nos despedimos. Saludan al policía del torniquete. Lo saltan. Regresan a su jornada, con otros faquires. Habíamos pedido a los adultos que hablaran, pero se negaron. No ganarían nada. No les ayudaría; al contrario, los denostaríamos. Les diríamos drogadictos y aprovechados, porque así los han calificaron antes en «algunos medios».

Nos perdemos en los vagones. Las narices se llenan de un olor fétido. Sudor y mierda de millones de usuarios. Atrás de nosotros aparece Cheque. Nos pide una moneda y se va.

La infancia, define la Unicef, es una época valiosa en la que los niños y las niñas deben vivir sin miedo, seguros frente a la violencia, protegidos contra los malos tratos y la explotación. Como tal, la infancia significa mucho más que el tiempo que transcurre entre el nacimiento y la edad adulta. Se refiere al estado y la condición de la vida de un niño, a la calidad de esos años.


Por: Sergio Otoniel Zuloaga


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Staff Yaconic