Primero la teleeducación. La bazofia televisiva nos atrofió el cerebro a tal punto que la lectura se nos volvió abstracta, ininteligible. El sociólogo Giovanni Sartori lo teorizó en los noventa.
Después vino el trastorno social que nos contaminó las neuronas: la alineación hipertecnologizada que trajo la modernidad del siglo XX. Esa adicción nos ha vuelto siervos del scroll infinito. Series como Black Mirror y The Twilight Zone lo advirtieron en sus mundos distópicos. Individuos en sociedades orwellianas.
Pienso en mis sobrinos, primos y en el hijo, de tres años, de la vecina. En mi prima de ocho que ya usa Facebook. Todos educados con una tablet y smartphone. Reducidos a nada. Esas temibles criaturas se vuelven seres violentos, menos autosuficientes, más intolerantes y alien-antes. Huraños. No lo digo yo, lo dice la ciencia.
CINCO PELÍCULAS REPRESENTATIVAS DEL CINE DE ARTE
Un estudio de la Universidad de Wisconsin dice que “los pequeños que nacen ahora pasarán el equivalente a un año pegados a las pantallas antes de cumplir los siete años.” Terror.
La serie Lost dreams, del artista Kristian Jones, retrata eso: los sueños perdidos de una infancia que se bifurca ante una tablet. Niños hipnotizados frente a una lámina digital que es más grande que su reducido cerebro. Sin una pantalla en frente los infantes se escandalizan, lloran, patalean y no se controlan. Los he visto. El aparato los seda, los deja esquizofrénicos. Son unos monstruitos que necesitan el antídoto digital ante la realidad física.
Kristian Jones es un ilustrador independiente que vive a las afueras de Birmingham, una pequeña ciudad con apenas un millón de habitantes del Reino Unido. Se dedica a la producción para revistas independientes, trabaja para diversas bandas del panorama musical de su ciudad elaborando carteles y obras de arte de carácter alternativo.
Se ha dicho que las ilustraciones del británico son surrealistas. Que los niños que dibuja entran en mundos de ciencia ficción. Creo que no, otra vez, las predicciones futuristas nos han rebasado. La realidad virtual nos hace tener encuentros inmersivos, in situ.
Los sentidos nos alteran igual aunque, sabemos, la experiencia no es la misma que si lo vivimos físicamente. Mi parte romántica piensa en los instantes, en los recuerdos de mi niñez en la que no existía toda esta tecnología demencial.
En Dangerous Mind describen su trabajo como “una forma surrealista y retorcida para poner de relieve los problemas de la vida moderna, se aprovecha de la inocencia de la imaginación infantil, los mundos surrealistas y las criaturas de ficción. La tecnología no es ni buena ni mala, Kristian habla acerca de nosotros y cómo la utilizamos».
Touché. La tecnología no nos vuelve mejores ni peores personas. Quizás nos mantenga más informados y/o entretenidos. La autocrítica no viene mal, a veces me duele la cabeza por toda la información que digiero. Infoxicación.
Respiro y me justifico diciendo que no pierdo el tiempo. Procrastino. ¡Oh!, el dulce placer del ocio. Luego me encuentro más de cuatro horas perdiendo-el-tiempo en internet cuando estoy en casa y me molesta acaso que alguien, mi mamá por ejemplo, me hable.
Soy mi propia contradicción. Ahora quiero salir y aventar la computadora, como aquel gif del orangután. Jones ha dado al blanco para abrazar a mi niña interior, que no deja de ser un monstruo adicto a las redes.
NAMIO HARUKAWA: ARTE FETICHISTA