La Metamúsica – Leopoldo Lugones
CUENTOS

La Metamúsica – Leopoldo Lugones

Como hiciera varias semanas que no lo veía, al encontrarlo le pregunté:

-¿Estás enfermo?
-No; mejor que nunca y alegre como unas pascuas. ¡Si supieras lo que me ha tenido absorto durante estos dos meses de encierro!

Pues hacía efectivamente dos meses que se lo extrañaba en su círculo literario, en los cafés familiares y hasta en el paraíso de la ópera, su predilección. El pobre Juan tenía una debilidad: la música. En sus buenos tiempos, cuando el padre opulento y respetado compraba palco, Juan podía entregarse a su pasión favorita con toda comodidad. Después acaeció el derrumbe; títulos bajos, hipotecas, remates… El viejo murió de disgusto y Juan se encontró solo en esa singular autonomía de la orfandad, que toca por un extremo al tugurio y por el otro a la fonda de dos platos, sin vino. Por no ser huésped de cárcel, se hizo empleado que cuesta más y produce menos; pero hay seres timoratos en medio de su fuerza, que temen a la vida lo bastante para respetarla, acabando por acostarse con sus legítimas después de haber pensado veinte aventuras. La existencia de Juan volvióse entonces acabadamente monótona. Su oficina, sus libros y su banqueta del paraíso fueron para él la obligación y el regalo. Estudió mucho, convirtiéndose en un teorizador formidable. Analogías de condición y de opiniones nos acercaron, nos amistaron y concluyeron por unirnos en sincera afección. Lo único que nos separaba era la música, pues jamás entendí una palabra de sus disertaciones, o mejor dicho nunca pude conmoverme con ellas, pareciéndome falso en la práctica lo que por raciocinio encontraba evidente; y como en arte la comprensión está íntimamente ligada a la emoción sentida, al no sentir yo nada con la música, claro está que no la entendía.

Esto desesperaba a mi amigo, cuya elocuencia crecía en proporción a mi incapacidad para gozar con lo que, siendo para él emoción superior, sólo me resultaba confusa algarabía. Conservaba de su pasado bienestar un piano, magnífico instrumento cuyos acordes solían comentar sus ideas cuando mi rebelde emoción fracasaba en la prueba.

-Concedo que la palabra no alcance a expresarlo -decía-, pero escucha; abre bien las puertas de tu espíritu; es imposible que dejes de entender.

Y sus dedos recorrían el teclado en una especie de mística exaltación. Así discutíamos los sábados por la noche, alternando las disertaciones líricas con temas científicos en los que Juan era muy fuerte, y recitando versos. Las tres de la mañana siguiente eran la hora habitual de despedirnos. Júzguese si nuestra conversación sería prolongada después de ocho semanas de separación.

-¿Y la música, Juan?
-Querido, he hecho descubrimientos importantes.

Su fisonomía tomó tal carácter de seriedad, que le creí acto continuo. Pero una idea me ocurrió de pronto.

-¿Compones?
Los ojos le fulguraron.
-Mejor que eso, mucho mejor que eso. Tú eres un amigo del alma y puedes saberlo. El sábado por la noche, como siempre, ya sabes; en casa; pero no lo digas a nadie, ¿eh? ¡A nadie! -añadió casi terrible.

Calló un instante; luego me pellizcó confidencialmente la punta de la oreja, mientras una sonrisa maliciosa entreabría sus labios febriles.

-Allá comprenderás por fin, allá veras. Hasta el sábado, ¿eh?… Y como lo mirara interrogativo, añadió lanzándose a un tranvía, pero de modo que sólo yo pudiese oírlo:
-… ¡Los colores de la música!…

Era un miércoles. Me era menester esperar tres días para conocer el sentido de aquella frase. ¡Los colores de la música!, me decía. ¿Será un fenómeno de audición coloreada? ¡Imposible! Juan es un muchacho muy equilibrado para caer en eso. Parece excitado, pero nada revela una alucinación en sus facultades. Después de todo, ¿por qué no ha de ser verdad su descubrimiento?… Sabe mucho, es ingenioso, perseverante, inteligente… La música no le impide cultivar a fondo las matemáticas, y éstas son la sal del espíritu. En fin, aguardemos. Pero, no obstante mi resignación, una intensa curiosidad me embargaba; y el pretexto ingenuamente hipócrita de este género de situaciones, no tardó en presentarse. Juan está enfermo, a no dudarlo, me dije. Abandonarlo en tal situación, sería poco discreto. Lo mejor es verlo, hablarle, hacer cuanto pueda para impedir algo peor. Iré esta noche. Y esa misma noche fui, aunque reconociendo en mi intento más curiosidad de lo que hubiese querido.

Daban las nueve cuando llegué a la casa. La puerta estaba cerrada. Una sirvienta desconocida vino a abrirme. Pensé que sería mejor darme por amigo de confianza, y después de expresar las buenas noches con mi entonación más confidencial:

-¿Está Juan? -pregunté.
-No, señor; ha salido.
-¿Volverá pronto?
-No ha dicho nada.
-Porque si volviera pronto -añadí insistiendo- le pediría permiso para esperarlo en su cuarto. Soy, su amigo íntimo y tengo algo urgente que comunicarle.
-A veces no vuelve en toda la noche.

Esta evasiva me reveló que se trataba de una consigna, y decidí retirarme sin insistir. Volví el jueves, el viernes, con igual resultado. Juan no quería recibirme; y esto, francamente, me exasperaba. El sábado me tendría fuerte, vencería mi curiosidad, no iría. El sábado a las nueve de la noche había dominado aquella puerilidad. Juan en persona me abrió.

-Perdona; sé que me has buscado; no estaba; tenía que salir todas las noches.
-Sí; te has convertido en personaje misterioso.
-Veo que mi descubrimiento te interesa de veras.
-No mucho, mira; pero, francamente, al oírte hablar de los colores de la música, temí lo que hay que temer, y ahí tienes la causa de mi insistencia.
-Gracias, quiero creerte, y me apresuro a asegurarte que no estoy loco. Tu duda lastima mi amor propio de inventor, pero somos demasiado amigos para no prometerte una venganza.

Mientras, habíamos atravesado un patio lleno de plantas. Pasamos un zaguán, doblamos a la derecha, y Juan abriendo una puerta dijo:

-Entra; voy a pedir el café.
Era el cuarto habitual, con su escritorio, su ropero, su armario de libros, su catre de hierro. Noté que faltaba el piano. Juan volvía en ese momento.
-¿Y el piano?
-Está en la pieza inmediata. Ahora soy rico; tengo dos «salones».
-¡Qué opulencia!

Y esto nos endilgó en el asunto. Juan, que paladeaba con deleite su café, empezó tranquilamente:

-Hablemos en serio. Vas a ver una cosa interesante. Vas a ver, óyelo bien. No se trata de teorías. Las notas poseen cada cual su color, no arbitrario, sino real. Alucinaciones y chifladuras nada tienen que ver con esto. Los aparatos no mienten, y mi aparato hace perceptibles los colores de la música. Tres años antes de conocerte, emprendí las experiencias coronadas hoy por el éxito. Nadie lo sabía en casa, donde, por otra parte, la independencia era grande, como recordarás. Casa de viudo con hijos mayores… Dicho esto en forma de disculpa por mi reserva, que espero no atribuyas a desconfianza, quiero hacerte una descripción de mis procedimientos, antes de empezar mi pequeña fiesta científica.

Encendidos los cigarrillos y Juan continuó:
-Sabemos por la teoría de la unidad de la fuerza, que el movimiento es, según los casos, luz, calor, sonido, etc; dependiendo estas diferencias -que esencialmente no existen, pues son únicamente modos de percepción de nuestro sistema nervioso- del mayor o menor número de vibraciones de la onda etérea.

-Así, pues, en todo sonido hay luz, calor, electricidad latentes, como en toda luz hay a su vez electricidad, calor y sonido. El ultra violeta del espectro, señala el límite de la luz y es ya calor, que cuando llegue a cierto grado se convertirá en luz… Y la electricidad igualmente. ¿Por qué no ocurriría lo mismo con el sonido? me dije; y desde aquel momento quedó planteado mi problema. La escala musical está representada por una serie de números cuya proporción, tomando al do como unidad, es bien conocida, pues la armonía se halla constituida por proporciones de número, o en otros términos se compone de la relación de las vibraciones aéreas por un acorde de movimientos desemejantes. En todas las músicas sucede lo mismo, cualquiera que sea su desarrollo. Los griegos que no conocían sino tres de las consonancias de la escala, llegaban a idénticas proporciones: 1 a 2, 3 a 2, 4 a 3. Es, como observas, matemático. Entre las ondulaciones de la luz tiene que haber una relación igual, y es ya vieja la comparación. El 1 del do, está representado por las vibraciones de 369 millonésimas de milímetro que engendran el violáceo, y el 2 de la octava por el duplo; es decir, por las de 738 que producen el rojo. Las demás notas, corresponden cada una a un color. Ahora bien, mi raciocinio se efectuaba de este modo: Cuando oímos un sonido, no vemos la luz, no palpamos el calor, no sentimos la electricidad que produce, porque las ondas caloríficas, luminosas y eléctricas, son imperceptibles por su propia amplitud. Por la misma razón no oímos cantar la luz, aunque la luz canta real y verdaderamente, cuando sus vibraciones que constituyen los colores, forman proporciones armónicas. Cada percepción tiene un límite de intensidad, pasado el cual se convierte en impercepción para nosotros. Estos límites no coinciden en la mayoría de los casos, lo cual obedece al progresivo trabajo de diferenciación efectuado por los sentidos en los organismos superiores; de tal modo que si al producirse una vibración, no percibimos más que uno de los movimientos engendrados, es porque los otros, o han pasado el límite máximo, o no han alcanzado el límite mínimo de la percepción. A veces se consigue, sin embargo, la simultaneidad. Así, vemos el color de una luz, palpamos su calor y medimos su electricidad…

Todo esto era lógico; pero en cuanto al sonido, tenía una objeción muy sencilla que hacer y la hice:

-Es claro; y si con el sonido no sucede así, es porque se trata de una vibración aérea, mientras que las otras son vibraciones etéreas.
-Perfectamente; pero la onda aérea provoca vibraciones etéreas, puesto que al propagarse conmueve el éter intermedio entre molécula y molécula de aire. ¿Qué es esta segunda vibración? Yo he llegado a demostrar que es luz. ¿Quién sabe si mañana un termómetro ultrasensible no averiguará las temperaturas del sonido? Un sabio injustamente olvidado, Louis Lucas, dice lo que voy a leer, en su Chimie Nouvelle: Si se estudia con cuidado las propiedades del monocordio, se nota que en toda jerarquía sonora no existen, en realidad, más que tres puntos de primera importancia: la tónica, la quinta y la tercia, siendo la octava reproducción de ellas a diversa altura, y permaneciendo en las tres resonancias la tónica como punto de apoyo; la quinta es su antagonista y la tercia un punto indiferente, pronto a seguir a aquel de los dos contrarios que adquiera superioridad. Esto es también lo que hallamos en tres cuerpos simples, cuya importancia relativa no hay necesidad de recordar: el hidrógeno, el ázoe y el oxígeno. El primero, por su negativismo absoluto en presencia de los otros metaloides, por sus propiedades esencialmente básicas, toma el sitio de la tónica, o reposo relativo; el oxígeno, por sus propiedades antagónicas, ocupa el lugar de la quinta; y por fin, la indiferencia bien conocida del ázoe, le asigna el puesto de la tercia. Ya ves que no estoy solo en mis conjeturas, y que ni siquiera voy tan lejos; mas, lleguemos cuanto antes a la narración de la experiencia. Ante todo, tenía tres caminos: o colar el sonido a través de algún cuerpo que lo absorbiera, no dejando pasar sino las ondas luminosas: algo semejante al carbón animal para los colorantes químicos; o construir cuerdas tan poderosas, que sus vibraciones pudieran contarse, no por miles sino por millones de millones en cada segundo, para transformar mi música en luz; o reducir la expansión de la onda luminosa, invisible en el sonido, contenerla en su marcha, reflejarla, reforzarla hasta hacerla alcanzar un límite de percepción y verla sobre una pantalla convenientemente dispuesta.

De los tres métodos probables, excuso decirte que he adoptado el último; pues los dos primeros requerirían un descubrimiento previo cada uno, mientras que el tercero es una aplicación de aparatos conocidos.

-¡Age dum! -prosiguió evocando su latín, mientras abría la puerta del segundo aposento-. Aquí tienes mi aparato -añadió, al paso que me enseñaba sobre un caballete una caja como de dos metros de largo, enteramente parecida a un féretro. Por uno de sus extremos sobresalía el pabellón paraboloide de una especie de clarín. En la tapa, cerca de la otra extremidad, resaltaba un trozo de cristal que me pareció la faceta de un prisma. Una pantalla blanca coronaba el misterioso cajón, sobre un soporte de metal colocado hacia la mitad de la tapa.

Juan se apoyó sobre el aparato y yo me senté en la banqueta del piano.

-Oye con atención.
-Ya te imaginas.
-El pabellón que aquí ves, recoge las ondas sonoras. Este pabellón toca al extremo de un tubo de vidrio negro, de dobles paredes, en el cual se ha llevado el vacío a una millonésima de atmósfera. La doble pared del tubo está destinada a contener una capa de agua. El sonido muere en él y en el denso almohadillado que lo rodea. Queda sólo la onda luminosa cuya expansión debo reducir para que no alcance la amplitud suprasensible. El vidrio negro lo consigue; y ayudado por la refracción del agua, se llega a una reducción casi completa. Además el agua tiene por objeto absorber el calor que resulta.
-¿Y por qué el vidrio negro?
-Porque la luz negra tiene una vibración superior a la de todas las otras; y como por consiguiente el espacio entre movimiento y movimiento se restringe, las demás no pueden pasar por los intersticios y se reflejan. Es exactamente análogo a una trinchera de trompos que bailan conservando distancias proporcionales a su tamaño. Un trompo mayor, aunque animado de menor velocidad, intenta pasar; pero se produce un choque que lo obliga a volver sobre sí mismo.
-Y los otros, ¿no retroceden también?
-Ese es el percance que el agua está encargada de prevenir. 
-Muy bien; continúa.
-Reducida la onda luminosa, se encuentra al extremo del tubo con un disco de mercurio engarzado a aquél; disco que la detiene en su marcha.
-Ah, el inevitable mercurio.
-Sí, el mercurio. Cuando el profesor Lippmann lo empleó para corregir las interferencias de la onda luminosa en su descubrimiento de la fotografía de los colores, aproveché el dato; y el éxito no tardó en coronar mis previsiones. Así, pues, mi disco de mercurio contiene la onda en marcha por el tubo, y la refleja hacia arriba por medio de otro, acodado. En este segundo tubo, hay dispuestos tres prismas infrangibles, que refuerzan la onda luminosa hasta el grado requerido para percibirla como sensación óptica. El número de prismas está determinado por tanteo, a ojo, y el último de ellos, cerrando el extremo del tubo, es el que ves sobresalir aquí. Tenemos, pues, suprimida la vibración sonora, reducida la amplitud de la onda luminosa, contenida su marcha y reforzada su acción. No nos queda más que verla.
-¿Y se ve?
-Se ve, querido; se ve sobre esta pantalla; pero falta algo aún.

Este algo es mi piano cuyo teclado he debido transformar en series de siete blancas y siete negras, para conservar la relación verdadera de las transposiciones de una nota tónica a otra; relación que se establece multiplicando la nota por el intervalo del semitono menor. Mi piano queda convertido, así, en un instrumento exacto, bien que de dominio mucho más difícil. Los pianos comunes, construidos sobre el principio de la gama temperada que luego recordaré, suprimen la diferencia entre los tonos y los semitonos mayores y menores, de suerte que todos los sones de la octava se reducen a doce, cuando son catorce en realidad. El mío es un instrumento exacto y completo. Ahora bien, esta reforma, equivale a abolir la gama temperada de uso corriente, aunque sea, como dije, inexacta, y a la cual se debe en justicia el enorme progreso alcanzado por la música instrumental desde Sebastián Bach, quien le consagró cuarenta y ocho composiciones. Es claro, ¿no?

-¡Qué sé yo de todo eso! Lo que estoy viendo es que me has elegido como se elige una pared para rebotar la pelota.
-Creo inútil recordarte que uno no se apoya sino sobre lo que resiste.
Callamos sonriendo, hasta que Juan me dijo:
-¿Sigues creyendo, entonces, que la música no expresa nada? 
Ante esta insólita pregunta que desviaba a mil leguas el argumento de la conversación, pregunté a mi vez:
-¿Has leído a Hanslick?
-Sí, ¿por qué?
-Porque Hanslick, cuya competencia crítica no me negarás, sostiene que la música no expresa nada, que sólo evoca sentimientos.
-¿Eso dice Hanslick? Pues bien, yo sostengo, sin ser ningún crítico alemán, que la música es la expresión matemática del alma. 
-Palabras…
-No, hechos perfectamente demostrables. Si multiplicas el semidiámetro del mundo por 36, obtienes las cinco escalas musicales de Platón, correspondientes a los cinco sentidos.
-¿Y por qué 36?
-Hay dos razones: una matemática, la otra psíquica. Según la primera, se necesitan treinta y seis números para llenar los intervalos de las octavas, las cuartas y las quintas hasta 27, con números armónicos.
-¿Y por qué 27?
-Porque 27 es la suma de los números cubos 1 y 8; de los lineales 2 y 3; y de los planos 4 y 9; es decir, de las bases matemáticas del universo. La razón psíquica consiste en que ese número 36, total de los números armónicos, representa, además, el de las emociones humanas.
-¡Cómo!
-El veneciano Gozzi, Goethe y Schiller, afirmaban que no deben existir sino treinta y seis emociones dramáticas. Un erudito, J. Polti, demostró el año 94, si no me equivoco, que la cantidad era exacta y que el número de emociones humanas no pasaba de treinta y seis.
-¡Es curioso!
-En efecto; y más curioso si se tiene en cuenta mis propias observaciones. La suma o valor absoluto de las cifras de 36, es 9, número irreductible; pues todos sus múltiplos lo repiten si se efectúa con ellos la misma operación. El 1 y el 9 son los únicos números absolutos o permanentes; y de este modo, tanto 27 como 36, iguales a 9 por el valor absoluto de sus cifras, son números de la misma categoría. Esto da origen, además, a una proporción. 27, o sea el total de las bases geométricas, es a 36, total de las emociones humanas, como x, el alma, es al absoluto 9. Practicada la operación, se averigua que el término desconocido es 6. Seis, fíjate bien: el doble ternario que en la simbología sagrada de los antiguos, significaba el equilibrio del universo. ¿Qué me dices?

Su mirada se había puesto luminosa y extraña.
-El universo es música -prosiguió animándose-. Pitágoras tenía razón, y desde Timeo hasta Keplen, todos los pensadores han presentido esta armonía. Eratóstenes llegó a determinar la escala celeste, los tonos y semitonos entre astro y astro. ¡Yo creo tener algo mejor; pues habiendo dado con las notas fundamentales de la música de las esferas, reproduzco en colores geométricamente combinados, el esquema del Cosmos!…

¿Qué estaba diciendo aquel alucinado? ¿Qué torbellino de extravagancias se revolvía en su cerebro…? Casi no tuve tiempo de advertirlo, cuando el piano empezó a sonar.

Juan volvió a ser el inspirado de otro tiempo, en cuanto sus dedos acariciaron las teclas.

-Mi música -iba diciendo-, se halla formada por los acordes de tercia menor introducidos en el siglo XVII y que Mozart mismo consideraba imperfectos, a pesar de que es todo lo contrario; pero su recurso fundamental está constituido por aquellos acordes inversos que hicieron calificar de melodía de los ángeles la música de Palestrina…

En verdad, hasta mi naturaleza refractaria se conmovía con aquellos sones. Nada tenían de común con las armonías habituales, y aun podía decirse que no eran música en realidad; pero lo cierto es que sumergían el espíritu en un éxtasis sereno, como quien dice formado de antigüedad y de distancia.

Juan continuaba:

-Observa en la pantalla la distribución de colores que acompaña a la emisión musical. Lo que estás escuchando es una armonía en la cual entran las notas específicas de cada planeta del sistema; y este sencillo conjunto termina con la sublime octava del sol, que nunca me he atrevido a tocar, pues temo producir influencias excesivamente poderosas. ¿No sientes algo extraño?

Sentía, en efecto, como si la atmósfera de la habitación estuviese conmovida por presencias invisibles. Ráfagas sordas cruzaban su ámbito. Y entre la beatitud que me regalaba la grave dulzura de aquella armonía, una especie de aura eléctrica iba helándome de pavor. Pero no distinguía sobre la pantalla otra cosa que una vaga fosforescencia y como esbozos de figuras… De pronto comprendí. En la común exaltación, habíasenos olvidado apagar la lámpara. Iba a hacerlo, cuando Juan gritó enteramente arrebatado, entre un son estupendo del instrumento:

-¡Mira ahora!

Yo también lancé un grito, pues acababa de suceder algo terrible. Una llama deslumbradora brotó del foco de la pantalla. Juan, con el pelo erizado, se puso de pie, espantoso. Sus ojos acababan de evaporarse como dos gotas de agua bajo aquel haz de dardos flamígeros, y él, insensible al dolor, radiante de locura, exclamaba tendiéndome los brazos:

-¡La octava del sol, muchacho, la octava del sol!

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Ruy Martínez

Músico de profesión; periodista de oficio. Reportero en Indie Rocks! y donde se me invite. Lector activo. Amante de el cigarro y la buena (y mala) cerveza.